jueves, 5 de junio de 2008

LEER A COLUBI ES VERGONZOSO


Parece que, cuando uno lee un libro, está completamente vacunado de la vergüenza, ese sentimiento primigenio que disfrutaron papá Adán y mamá Eva al “notarse”, de pronto, en pelota picada. Parece que únicamente al cometer el protagonista una tropelía impropia (recuerden, por ejemplo, al Wilt de Tom Sharpe), sea cuando el lector se esconde en sí mismo, aniquilado por un tipo especial de vergüenza: la ajena. Pues no. Reivindico que determinados libros contagian vergüenza. Eso sí, de dos formas. La primera y más evidente, en el momento que nos descubren, adolescentes apocados nosotros, con el “Sexus” de Miller entre las manos sudorosas o, adultos bien cebados ya, mientras acariciamos las carnosas páginas de “No niego nada”, autobiografía de ese mito de la iberia sumergida llamado Espartaco Santoni. Pero también existe una segunda vía con la que sufrir (mucha) vergüenza con un libro. Imagínense una sala de espera (llamémosla “aeropuerto”; llamémosla “consulta médica”) repleta de humanos en “mute” que maldicen la (puñetera) letanía del aburrimiento. Imagínense a un tipejo leyendo “California 83 y expulsando risas tan incontrolables como las ganas de mangar de Winona Ryder. Inventario de miradas: desdeñosas, maledicentes, acusadoras, cabreadas. Y un culpable que, al igual que Norman Bates en “Psicosis”, sale a mitad de este artículo: Pepe Colubi. La primera novela del ¿”Literator”? ¿punk? ¿bon vivant? asturiano demuestra, como todos los buenos escritos humorísticos, una habilidad asombrosa: hacerte reír tanto (encima, solo y sentado) que da vergüenza (posible explicación: esta especie de risa está reservada para los inquilinos de los psiquiátricos).
Obviamente, su protagonista no es el Colubi cartoniano que, cual mono sabio, se tapa las orejas en la solapa de “California 83; no, nuestro antihéroe toma la forma del Colubi adolescente que aterriza en California, 1983, y descubre otra galaxia. Un Colubi medio Colubi medio imaginado que no fascina a las “cheerleaders”; que sustituye la “Mahou” por la “Bud”; pero, principalmente, que se encuentra en medio de los ochenta donde tuvieron lugar los ochenta. Detestándola (“¿qué retrato (...) podría hacerse una sociedad científica extraterrestre que sólo nos estudiara a través de los videoclips de la época?”) y adorándola (“Se llama MTV. Emite videos todo el día”, “¿Todo el día? ¿Hasta qué hora?”), el escritor devuelve una mirada paradójica (asqueada y nostálgica, ¿podría ser de otra forma?) de su verdadera adolescencia falsa en un lugar extraño. En ese punto y gracias al distanciamiento (crítico-emocional) del narrador adulto sobre el sí mismo púber, se eleva la trama sobre uno de los vicios del género: el amontonamiento automático de “gags” más o menos efectivos.
Porque por mucho que se empeñe Colubi en calificarla de “literatura ligera de aeropuerto” (añado: también vale para la playa y el váter), la mirada honesta y soleada de “California 83 esconde momentos de calado vital: “(…) con Mike y el otro Mike abrazándome como hermanos que éramos desde ya, para siempre, hasta que el rock se apagara del todo o la muerte nos separara, compadres, qué bueno haberles conocido hoy precisamente, somos una piña, esto no hay quién lo rompa. No los volvería a ver en mi vida.”. Aunque no lo admita manifiestamente, comprende Colubi (como antes comprendieron, en otras palabras, en otro tiempo, Salinger o Truffaut) la escasa importancia que tiene el dónde cuando escuchas por primera vez, no cumplíamos dieciocho todavía y ella estaba allí, “Thriller” o “Rock the Casbah” o “I heard it through the grapevine”. Y, sobre todo, entrama Colubi en sus líneas aquellos versos (esta sensación universal) de Machado que decían “Pasó como un torbellino/ bohemia y aborrascada/ harta de coplas y vino/ mi juventud bien amada”. Cuarenta y un palabras que casi cierran (no resumen) la espléndida “California 83, valdrían como prueba: “No me quería ir de California, o mejor dicho no me quería ir de mi California, de aquella vida que dependía más de la rutina que de la geografía, y que bien se podría haber desarrollado en Arkansas, Cuenca o Reikiavik”.

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