Director: Mateo Gil
Intérpretes: Sam Shepard, Eduardo Noriega, Stephen Rea
Web: http://www.blackthornthemovie.com/
Como el western, el paradero final de Butch Cassidy siempre ha transitado la(s) frontera(s). Esta neblina biográfica que se formó alrededor de su muerte alberga a un forajido sin lugar al que dirigirse, sin destino que le contenga, y plantea la posibilidad de insertarlo en historias de diversa condición. La estela de este ser mitológico (y cinematográfico, gracias al “Dos hombres y un destino” de George Roy Hill) inspira a Mateo Gil (“Nadie conoce a nadie”) para rodar su siguiente proyecto, “Blackthorn”, en el que propone que Butch Cassidy se ha librado de su suerte y vive en Bolivia, apartado de sus recuerdos de bandido.
Sam Shepard recoge el testigo de Paul Newman e interpreta a un Cassidy crepuscular, inmerso en la huida de un ingeniero español (Eduardo Noriega) que acaba de robar al propietario de unas minas bolivianas. Interesante en su planteamiento y afortunada en la elección del actor principal, un Shepard que empequeñece a lo limítrofe, “Blackthorn” se queda en su envoltorio de western. Las referencias están ahí y bien se cuida Gil de que las palpemos con su grosería impropia de principiante (esos “flashbacks” impolutos que nos muestran cómo Cassidy, y no Sundance Kid, sorteó la muerte), organizando al metraje en una sucesión de postales en las que Sam Shepard trata de mantener el tipo, como un duelo a muerte con la vulgaridad. Si eliminamos lo superficial (“flashbacks”, un Noriega imposible) del trabajo de Gil, “Blackthorn” se revelaría en su verdadero papel de apreciable “mash up” sobre la nostalgia de un hombre al que le late la leyenda dentro y los hombres que le persiguen. En cambio, al extender sus argumentos y pretensiones a más allá de la media hora, el filme se recrea en imágenes bochornosas: su súbita transformación de “road movie” a película con sorpresa o ese plano, ese plano, de Eduardo Noriega sucumbiendo a la parca, ese plano, ese plano, ese plano, que produce, más por contraposición a la sobriedad de Shepard, una sensación de estar viendo un ejemplo involuntario, maravilloso en su tontorronería, de post-comedia. Al igual que un torero japonés o un bluesman de Chiclana (pero sin su sentido del humor), no dudamos de que el cineasta y el guionista responsables se hayan apropiado de la semántica del “western” (en “Blackthorn” hay, claro, pistolas, y sombreros, y whisky, y caballos, y bandidos, y...); asunto bien distinto es que hayan comprendido su sintáxis, su alma, esa cosa que no se captura recitando de corrido, con la pedantería de un empollón de la ESO que suelta en automático la lista de los reyes visigodos, todas y cada una de sus influencias.
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