Director: Danny Boyle
Intérpretes: James Franco, Amber Tamblyn, Kate Mara
Web: http://www.foxsearchlight.com/127hours/
En este mundo, hay “historias no-hollywoodizables” e “historias hollywoodizables”. En la primera categoría (si nos ceñimos a la actualidad), entrarían “La vida en tiempos de guerra” de Todd Solondz o “Copia certificada” de Kiarostami. Entre las segundas, se podría incluir a la reciente (y pomposa, y automática, como prueba la bendición de la Reina de Inglaterra) “El discurso del rey” o a la nueva cinta de Danny Boyle, “127 horas”. La película se ocupa de una microsecuencia en la vida de Aron Ralston que marcó el resto de su existencia. Ralston, un aventurero experimentado, quedó atrapado por el brazo después de un accidente en las montañas de Utah. Solo, sin posibilidad de escape, Aron decidió cortarse la mano para conseguir zafarse y, así, evitar una muerte segura. Material guionizable de supervivencia épica que, en lugar de incubarse en la corte isabelina a través de la aséptica superación de una tartamudez, se prueba aquí cercenándose un miembro del cuerpo.
Danny Boyle, poseído física y cinematográficamente por Joel Schumacher, aupado a los altares por la mediocre “Slumdog millionaire”, asume la tarea de llevar al celuloide las ciento veintisiete horas que aislaron al montañista dentro de la grieta. Esa ¿modernidad? ¿modernez? con la que nos asaltó Boyle en los noventa (se recuerda, con cariño, sin revisión, a “Tumba abierta” o “Trainspotting”), ya suena, vistas “La playa” o “Sunshine”, a ajada el día del estreno. Mientras que el Timothy Threadwell de Werner Herzog en “Grizzly man” era reverenciado como un profeta hippie o el Christopher McCandless de Sean Penn en “Hacia rutas salvajes” se desarrollaba como un poeta “new age”, las primeras escenas del metraje revelan a un idiota inconsciente y autorreferente (siempre con cascos, siempre grabándose) con el que es muy difícil compaginarse. Esa pantalla partida, un recurso repetido que hace perder a la película eficacia dramática y consistencia fílmica, dibuja a un personaje incompleto, a alguien que aluniza en un hoyo y (re)construye sus conflictos emocionales con la única motivación de que avance un guion deslavazado.
Sueños sobremetaforizados, apariciones de familiares/chicas etéreas o pequeños artilugios narrativos (una lluvia repentina, la posibilidad de un rescate, bien dosificados por Rodrigo Cortes en “Buried”) no bastan a “127 horas” en su intento de sostener una ficción real. Sus minutos, una vez sufrida la (sangrienta e inútil) auto-amputación del protagonista, desembocan en el mismo punto que cualquier historia hollywoodizable: en el inevitable final feliz, en los inmaculados títulos de “qué fue de…” danzando por una triple pantalla.
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