Director: Mark Romanek
Intérpretes: Carey Mulligan, Andrew Garfield, Keira Knightley
Web: http://www.foxsearchlight.com/neverletmego/
La imaginación de Kazuo Ishiguro parió una distopía cruel escondida bajo las tapas de una inofensiva novela. En un 1952 alternativo, el ser humano ha averiguado cómo aumentar la esperanza de vida; el cultivo de clones de los que extraer órganos vitales para ir superando, poco a poco, la barrera de los cien años. El cineasta Mark Romanek (“Retratos de una obsesión”) y el escritor Alex Garland (“La playa”) adaptan al autor japonés en su momentografía de tres de estas “criaturas contenedor”, Kathy (Carey Mulligan), Ruth (Keira Knightley) y Tommy (Andrew Garfield), inmersas en un triángulo amoroso a lo largo de casi treinta años.
Fría en su envoltorio, ya durante su arranque en una siniestra residencia/criadero infantil y su continuación en un hospital cúbico, sería peligroso analizar “Nunca me abandones” desde reduccionismos formales. Bajo su gelidez narrativa y sus abundantes (y dolorosísimos) silencios, interrumpidos ocasionalmente por la voz en off de Carey Mulligan, se incuba la emoción de la supervivencia en un ártico infierno indiferente. En su (est)ética de edificios graníticos, de parajes autistas, sus tres protagonistas se alimentan de una (bella) utopía, como hacían los replicantes de “Blade Runner”, para poder seguir respirando. Mientras que sus ¿congéneres? humanos aspiran a tantearles el alma horadándoles el cuerpo, Romanek nos los (de)muestra en la soledad de su bondad naif. Frente a la mecánica diabólica de los médicos, a la sólida incomprensión de una camarera, o al terrible “si le pides a la gente que vuelva a los tiempos del cáncer de pulmón, te dirán que no” de Charlotte Rampling, el cineasta capta a Ishiguro y les otorga lo único merecedor de permanecer: una inocente confianza en unos dibujos mal terminados, en un amor “demostrable”, en un futuro soleado.
Con una contención brillante, inusitada en sus carreras, el trío de actores principales perfecciona a sus benditos salvajes: deslumbrados (así mira Knightley a su doble tras el cristal), resignados (ésa es la sonrisa de Mulligan en el clímax del filme), y, al cabo, asqueados por el mundo que les ha tocado vivir. La impotencia al revelárseles su condición de esclavos, esa orfandad de mañana que Ridley Scott simbolizó en una paloma súbita en manos de Rutger Hauer, sube aquí al cielo en grito infinito, ahogado, de un chiquillo todavía, de un clon enamorado, que descubre el horror al abismo y la repugnancia hacia ¿sus? otros.
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