martes, 26 de octubre de 2010

TONY CURTIS EN PANTALLA PARTIDA

La carrera de Tony Curtis, como ocurría en la imprescindible “El estrangulador de Bostón”, podría seccionar la pantalla en cuatro compartimentos que, independientes (e indiferentes) unos de otros, fuesen emitiendo verdades, tan distantes como contundentes, sobre el actor.

Esquina superior izquierda: el héroe americano.


Hijo de padres húngaros bajo el infranombre de Bernard Schwartz, Curtis representó aquel ideal que todas las chicas “doo-wop” querían: un héroe de mármol, un héroe de la II GG, rebelde y respetable a un tiempo, que las socorriese en su vida de carretera. Él encarnó al campeón en dilema, en la subvalorada “El dulce sabor del éxito” (Alexander Mackendrick, 1957); al campeón de la integración, en las necesarias “Fugitivos” (Stanley Kramer, 1959) y “Cenizas bajo el sol” (Delmer Davies, 1958); al campeón de la magia, en la olvidable “Houdini” (George Marshall, 1953), o al campeón mítico, en la obra maestra “Los vikingos” (Richard Fleischer, 1958). En esta última, probablemente el trabajo más imponente de la filmografía de Curtis, se conjugaba todo aquello que su figura, aún atlética, aún mitológica, simbolizaba en el inconsciente norteamericano.

Esquina superior derecha: ¡Curtis ríe! 


 Dispuesto a reinventarse, Tony Curtis halló su nuevo filón en la comedía. Como prefiguró la desconocida (y estupenda) “El temible Mister Cory” (Blake Edwards, 1957), el futuro del actor se encontraba en crear a ese personaje encantador, ese filibustero machista de clase alta, que enamorase con el mismo furor a ricas, aunque las quisiese por su dinero, y a pobres, aunque las quisiese por su cuerpo. Nadie entendió esa dicotomía, en la que él siempre salía ganando, como Billy Wilder y su “Con faldas y a lo loco” (1959). La iconografía que recorre las venas del siglo XX (y que el XXI vampiriza), jamás juntará en un fotograma tal cantidad de talento. Cierren los ojos y digan “Marilyn Monroe, Jack Lemmon y Tony Curtis”. ¿Merece la pena añadir más? Él estuvo ahí, y ese momento cósmico desbarató su carrera por completo. Ya no era el campeón en “Espartaco” (Stanley Kubrick, 1960), sino un aliado del campeón oficial Kirk Douglas; ya no era el campeón en “Taras Bulba” (J. Lee Thompson, 1959), sino el hijo desterrado, moribundo de Yul Brinner. Al igual que el primogénito traidor del filme de Lee Thompson, el arquetipo cómico que cultivó en “Con faldas y a lo loco” confabuló en su contra y degeneró en cruces salvables, la divertidísima “La carrera del siglo” (Blake Edwards, 1965), y en un montón de proyectos que, en la lejanía, aparecen como ejemplos del “kitsch” setentero que encanta a Austin Powers o que revisitó, con ansias postmodernas, Peyton Reed y su “Abajo el amor” (2003). Me refiero a “La pícara soltera” (Richard Quine, 1964), “Soltero en apuros” (Norman Jewison, 1963), “Bromas con mi mujer, ¡no!” (Norman Panama, 1966) o la imposible “No hagan olas” (Alexander McKendrik, 1967).

Esquina inferior izquierda: redefinirse (otra vez). 


 Si algo impulsó la distorsión de su arquetipo favorito hacia sucedáneos lamentables, fueron a las ansías de Curtis de destruirlo definitivamente. “El estrangulador de Boston”, uno más de los filmes de referencia de Richard Fleischer, dibujaba a un tercer Tony, cercano como nunca a lo que hubiese sido un Bernard Schwarz envejecido. “¿Por qué le abren la puerta?”, se preguntaba un periódico de Boston sobre las mujeres a las que el asesinó mató. Tal vez ellas viesen, en el fondo de los ojos de ese mediocre, lo que quedaba en Curtis de héroe y que iban diluyendo kilos y ojeras. Freud afirmaba que las mujeres buscan a la figura paterna a lo largo de su existencia, ¿quién sabe si la heroicidad pretérita del actor no fuese la perfecta para representar los instintos incognoscibles que impulsaban a una chica a abrir sus puertas a un psicópata? En una creación digna de un Norman Bates ajado, el actor se abandonó a la locura, a una demostración de talento de semejante calibre que no le permitió volver a levantarse.

Esquina inferior derecha: pero, ¿no estaba muerto ya? 


Como si se tratase de una broma, los últimos treinta años de Curtis se han dedicado al derrumbe final de su propia figura, bien, en la decrepitud anciana, con unas apariciones bizarras en peluquín y camiseta de purpurina, o, bien, en la decrepitud fílmica, con películas que le hacían muy poco bien (un limitado grupo de humanos le recordamos en engendros como “El hombre centollo de Marte” u “Otelo, comando negro”). Puede ser que no merezca la pena detenerse demasiado en este compartimento de la pantalla salvo, quizá, por el solitario placer de comprobar la emigración de sí mismo, digna y patética, valiente y cobarde, que llevó a cabo Tony Curtis durante toda su vida y que ha alcanzado, ayer, su meta.

(Inédito)

No hay comentarios: