Director: Michael Bay
Intérpretes: Shia LaBeouf, Rosie Huntington-Whiteley, Jack Dempsey
Web: http://www.transformers3-lapelicula.es/
En 1954, François Truffaut publicó un artículo esencial para comprender su filosofía cinematográfica. Bajo el título “Una cierta tendencia del cine francés”, su escrito planteaba el imperativo de otorgar al director una mayor importancia en el resultado de su película. Él (y, en algunas ocasiones, el productor) es el firmante final de lo filmado, ya que él es el único capaz de decidir el montaje, la puesta en escena, el casting, la fotografía o, en el caso de autores totales como Billy Wilder, el texto. Así, Truffaut aconsejaba al cineasta/autor que fuese el solitario (y receloso, y agresivo) guardián de su estilo, un modelo artístico que, resguardado a lo largo de su carrera, se convertiría en distintivo de su arte.
Lo revolucionario de la teoría de Truffaut sobre los autores es que también se puede aplicar a los directores comerciales. Estrenan “Transformers 3” y se nota que Michael Bay (“La roca”, “Bad boys”) posee una voz propia (y recelosa, y agresiva) que le aúpa a uno de los pedestales del Hollywood actual. “Transformers 3” repite con saña las premisas de las anteriores entregas: los Autobots liderados por Optimus Prime resisten a la enésima embestida de los Decepticons, esta vez escondida en una misteriosa nave que les aguarda en el lado oscuro de la luna. Abren el (impresionante) 3D del filme unas imágenes de archivo que construyen una esplendorosa ucronía: ¿y si el viaje a la luna fue motivado por el descubrimiento de una nave extraterrestre? Con este juego ahistórico, el prólogo constituye una de las partes más valiosas de “Transformers 3”, planteando un “what if” que inserta, en los tiempos de las “pulp histories” de ciencia ficción, una “pulp history” de ciencia ficción.
Termina el prólogo y los robots nos empujan de un cuerpo metálico a otro (muy) carnoso, el de Rosie Huntington-Whiteley, gélida sustituta de Megan Fox. Y, a partir de ahí, se suceden los automatismos del cine de Bay, dentro de una conspiración en la sombra que incuba el engaño a los Autobots y los humanos, inconscientes ambos del terror que se avecina. En esta parte, la película se vulgariza con una sucesión de escenas deslavazadas (la presentación de Patrick Dempsey, ese científico loco de Ken Jeong), que sirven para comprobar el pulso infantiloide que corroe los argumentos dramáticos de Bay cuando éstos se mueven fuera del artificio puro de acción y explosiones.
Solo un par de guiños culturetas (el infierno, nacido en la torre Trump de Chicago; la conexión “coeniana” de Frances McDormand y John Turturro) nos separan de la sucesión de píxeles ultraviolentos (asombrosamente alejados de las higiénicas primeras cintas de la saga) del último tercio del metraje. La destrucción de Chicago, que acaba tornándose la “playground” apocalíptica de los Transformers, ameniza la cuenta atrás hacia los títulos de crédito. En el universo de Michael Bay todo lo bueno es extragrande: los estallidos (rascacielos, helícopteros, seres humanos), los planos (generales, aéreos), las curvazas de Rosie Huntington y, cómo no, las esencias que arman a su nación norteamericana “bigger than life”. “Paz”, “ejército”, “honor”, “sacrificio”, “familia”, “pistolas” o “democracia” pertenecen a la enormidad de Optimus Prime o a la pomposidad de las habituales cámaras lentas de Bay, y bastan en su amontonamiento atolondrado para reafirmar que estamos ante la visión de un autor (megalómano) a la manera que describía Truffaut, eso sí, con un discurso atrancado en los mismos errores (guiones inconexos, ediciones imposibles, recursos caducos) y atrincherado en sus, cada vez menos, aciertos (ese espectáculo tan gigantesco como sus robots).
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