martes, 25 de mayo de 2010

PRINCE OF PERSIA



En nuestro mundo de intertextualidades (y franquicias) era lógico que el videojuego «Prince of Persia», imaginado por el psicólogo Jordan Mechner, acabase convertido en una cinta de aventuras producida por Disney. En una de las últimas entradas de su blog, el propio Mechner relata su emoción al descubrir un gigantesco cartel de su película-software en el (maravilloso) cine Odeon de la londinense Leicester Square; justo donde, recuerda él, «vio por primera vez "Indiana Jones y el Arca perdida" en 1981».

Al igual que Mechner, a una serie de espectadores (probablemente, de una edad, de una clase social y de una tara mental determinadas) también su metraje les/nos haga retroceder a los ochenta. En 1989, se ponía a la venta «The Prince of Persia» con una jugabilidad desconocida: ¿quién no se ha dejado las manos en esas cuatro (puñeteras) flechas del teclado para que el personaje (de Spectrum, de Atari, de PC) realizase sus hazañas imposibles? Además de mejorar nuestras habilidades táctiles (no se rían, no es broma), el videojuego re-creaba un imaginario muy fértil que Mechner había cultivado a partir de las aventuras del arqueólogo de George Lucas y Spielberg pero que, obviando su juventud «naïf» y casi autorreferente, apuntaba a logros previos, obligados en cualquier mención a la novelesca: «Las mil y una noches» («Simbad el marino»), «El prisionero de Zenda», «Arsenio Lupin»?

La transustanciación de papel, luego píxel, luego celuloide que propone el filme «The Prince of Persia» de Mike Newell no se acomoda a la franquicia. Y no es tanto en su amalgama de «revivals» (Ben Kingsley regresando al Brandon Hurst de «El ladrón de Bagdad»; Alfred Molina, de homenaje al «Indiana Jones» primigenio), como en su retahíla de obligaciones (¿contractuales?), donde la película flaquea. La necesidad de referir al videojuego (en este caso, a su resurrección-revisitación «Prince of Persia: Las arenas del tiempo» de 2001) constriñe y mata el devenir de las aventuras de Dastan (un aséptico Gyllenhaal). No pretende el metraje una reinterpretación, una evolución del material de Metchner, excesivamente abigarrado por el formato en el que fue lanzado. Con esta filosofía, no hay sustancia que sostenga los fotogramas: las peleas (con las habituales escaladas a las que habíamos jugado) o el planteamiento visual de los retos futuros (un recurso inherente a una aventura gráfica, no a un filme) se vuelven anécdota a base de monotonía y reiteración. Y eso que Newell intenta aprovechar una icónica que controla bien (dirigió «Harry Potter y el cáliz del fuego») y que, al sobarla en exceso sin más objetivo que el tributo «per se», termina degradando la película a una concatenación de lamentables «déjù vu».

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