domingo, 17 de julio de 2011

HARRY POTTER Y LAS RELIQUIAS DE LA MUERTE. PARTE 2.

Director: David Yates
Intérpretes: Daniel Radcliffe, Rupert Grinch, Emma Watson
Web: harrypotter.warnerbros.es



El crecer (o envejecer) en paralelo a la saga de Harry Potter otorga al mago de J. K. Rowling (y a Daniel Radcliffe, Rupert Grinch y Emma Watson) un aura de compañero de viaje que, en su despedida, significa aún más. Es evidente que, desde el estreno de “Harry Potter y la piedra filosofal” en 2001, el niño ha madurado a la par que su serial: aquellos elementos que en la primera entrega prometían divertimento y remezclas tontorronas (descubrir al culpable de los múltiples misterios de Hogwarts; video-jugar en los aires con las carreras de Quidditch), se han ido oscureciendo hasta este desenlace final que tiene poco de irrelevancia infantil y mucho de gravedad mesiánica. A partir de la mejor cinta de la serie, la oscura “Harry Potter y el prisionero de Azkaban” (Alfonso Cuarón, 2004), se puede apreciar que las artimañas de la multilogía se van encaneciendo con sus actores y no se detienen en sus fronteras juveniles, sino que señalan con acierto a referentes muy bien traídos y muy serios: las fantasías distópicas de Orwell (“Harry Potter y la orden del Fénix”) o el suspense hitchockiano basado en el recuerdo psicoanalítico (“Harry Potter y el príncipe mestizo”). Esta (r)evolución silenciosa, tras las que Rowling mantiene ágiles costuras de Agatha Christie y fabulaciones de Tolkien, alcanza un climax bíblico en la primera parte de su conclusión, donde Harry adopta, por fin, el papel de salvador de su comunidad.

Comienza la segunda parte con los últimos segundos de su predecesora, que sirven para reforzar que ambas forman un conjunto indivisible y no se pueden explicar por separado: Voldemort grita al cielo, disparando la varita de Dumbledore, y entran, ahora, los títulos iniciales. El prólogo de David Yates evidencia sus intenciones: el director no quiere a nadie en la sala que no (re)conozca bien el resto de aventuras, solo inyecta a los yonquis potterianos la emoción con la que cerraba su anterior filme y les arrastra de nuevo, lo cantaban los Doors, al otro lado. La obligación de traer estudiado el magisterio de Rowling se nos confirma con el arranque, que combina hábilmente las referencias al pasado con el habitual engarzado de misterio de las películas de Potter (en este estreno, ya es un engarzado total que mata todas las incógnitas de la serie), y la aventura mesiánica de un elegido que busca liberar a su pueblo del mal. Ésta es la gran baza de “Harry Potter y las reliquias de la muerte”: por encima de sus estupendos (y briosos, y desbordantes, ¡y en 3D!) ejercicios digitales (esas copas que se multiplican, ese vuelo en dragón moribundo, esos ejércitos atacando Hogwarts), funciona la constitución torturada de Potter como salvador resurrecto, como niño viejo que asume la labor del héroe, cumplimentando a la(s) parte(s) previa(s) con lógica y garra admirables.

Escriben Jordi Balló y Xavier Pérez en su inagotable “La semilla inmortal” (Ed. Anagrama), que los relatos mesiánicos atraviesan varias etapas: la aparición, después de una profecía, de un líder en tiempos de crisis; la ayuda de fuerzas sobrenaturales para que éste sobreviva; la revelación al héroe de su destino y su confrontación al mismo; y, finalmente, su muerte trascendente, culminada con la resurrección. Ése es el itinerario para el que Rowling lleva cincelando a su chiquillo desde la citada película de Alfonso Cuarón. Potter aquí es adulto y, además de su labor redentora, descubre, al igual que Batman en “La broma asesina” o Bruce Willis en “El protegido”, que su némesis forma parte de él, con un plano brutal que pone en piel, sangre y carne, lo que de Voldemort posee Potter dentro de sí. Esa riqueza del personaje principal, cual matrioska abriéndose, se fija aún más en el tapiz del largometraje cuando se enfrenta a los caracteres secundarios, minimizados en sus subtramas (salvo el Severus Black de Alan Rickman) a comparsas planos con el futuro resuelto, a argumentos agotados desde hace demasiado tiempo.

Por mucho que, a ratos, “Harry Potter y las reliquias de la muerte. Parte 2” suene a guiño a “fans”, se agradece que un serial pida de tiempo para su asimilación y que éste, especialmente en su antecesora, se dedique a explorar los recovecos de su carácter principal. Maravilloso culmen al universo de Rowling, hay que agradecer que el ecléctico grupo de cineastas que asumieron la serie hayan conseguido inocular el virus de los libros en el celuloide, tan comprometido con la aventura y el misterio como en el papel, y, por supuesto, hay que celebrar que el increíble reparto se haya responsabilizado de la tarea de reinventar algunos de los irregulares textos de la autora británica.

En contraposición a su principio, desbordado de ilusión infantil por traspasar el muro mágico de King’s Cross, cierra la saga una deliciosa reflexión de madurez serena que algunos de los espectadores veinteañeros serán incapaces de asimilar: la (predes)aparición de un Harry avejentado y padre de familia, lejano al prepúber que (nosotros también) dejamos atrás. Explica Fernando Savater a aquellos que piden más secuelas: “Al final de los finales, los magos crecen, salen de la adolescencia y se convierten en padres y madres de familia, como era de esperar y quizá de temer. Pero, seamos sinceros, ¿cabría esperar otra cosa? La edad de los hechizos concluye en la paternidad responsable y el último conjuro, el más necesario y difícil de todos, el irreversible, es el que lanzamos para proteger y bendecir a los hijos que van a seguir viviendo la aventura eterna en nuestro lugar”.

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