lunes, 13 de julio de 2009

TRES DÍAS CON LA FAMILIA

Directora: Mar Coll
Intérpretes: Nausicaa Bonín, Eduard Fernández, Ramón Fontseré



Me apetecería preguntarle a Mar Coll, la directora debutante de "Tres días con la familia", cuánta antropología, sociología y psicología ha leído. Porque (aún en el supuesto de que no haya comprado ni un libro) la directora comprende perfectamente a Frederic Skinner, a Richard Sennet o a Marvin Harris mientras traslada a imágenes los hábitos, los ritos, al cabo, de una familia del primer mundo durante los tres días posteriores al fallecimiento del patriarca. Los vaivenes vitales de la veinteañera Léa (una azulada, fascinante Nausicaa Bonnin) albergan el "mcguffin" perfecto para introducirnos en un núcleo de personas condenadas (bueno o malo; ese es el resumen de haber nacido en una familia) a convivir un tiempo excesivo en un lugar determinado, y por motivos impuestos (comunes, las navidades; excepcionales, un velatorio). Junto a su coguionista Valentina Viso, ambas construyen personajes redondos que alimentan una trama dolorosa y cotidiana de adictos a ficciones: un padre (Eduard Fernández) que espera ordenar su vida como quien ordena revistas; una madre atrapada en un pasado que considera futurible; o un hermano mayor (Fontseré, monumental) creyente de un mundo caduco.

En otro acierto (¿cuántos van?), la elección formal de Coll se plantea sencilla, naturalista y terriblemente efectiva. Evitando los dramas bergmanianos (podría haber escogido ese camino), la catalana opta por esquemas de "Nouvelle vague" con aromas chejovianos (la tragedia latente al hábito). Le falta a "Tres días con la familia" remate en los argumentos con los que define a esa chica y a sus primos, pero esto sería tratar de rebuscar quicios a un filme sobresaliente, sin duda uno de los estrenos esenciales de dos mil nueve. Esos créditos finales que podrían valer de arranque, auguran mucha más rutina, muchas más historias tras unos personajes tan silentes como la muerte que les están tapiando delante.

BRÜNO

Director: Larry Charles
Intérprete: Sacha Baron Cohen
Web: http://www.sonypicturesreleasing.es/teaser/bruno/index.html



“Brüno” constituye la prueba definitiva de que el cómico Sacha Baron Cohen dedica su físico (literalmente) a demoler convenciones. Si en “Borat” ridiculizaba, atrincherado bajo un reportero kazajo, la esperpéntica realidad norteamericana, el siguiente paso lo da con su nuevo filme, una visión grotesca (y de cámara oculta) del fenómeno homosexual. Baron Cohen pare un personaje extremo, Brüno, con dos objetivos: provocar la risa (hay momentos bestiales) y desmembrar con saña ese ente postmoderno e informe llamado “cultura gay”. Mientras que dos tercios de la película dedican minutos a las filias, tonterías y vicios homosexuales (la fama, lo estrambótico, las prácticas sexuales bizarras, lo imbécil de las modas) también se ocupa Sacha Baron Cohen de mostrar mundos paralelos (tremendas sus escenas en Gaza o en un ring de lucha libre) donde los homosexuales son declarados invasores peligrosos o personas a salvar del pecado. Obviando esas intenciones soterradas (y muy reveladoras de la ideología de Baron Cohen), “Brüno” consigue lo que se propone: que el espectador convulsione de risa a lo largo de sus ochenta minutos, salvando altibajos y ciertos manejos cómicos discutibles.

Una postdata. Nadie reflejará en sus artículos la fórmula mágica de “Brüno”. Su nombre es Larry Charles, un director y guionista de cine que lleva a sus espaldas un talento proporcional a su capacidad de hacer comedia. Primero, como escritor, tomen nota: “Seinfeld”, “Entourage”, “Larry David”, “Loco por ti”… y luego, como director: “Borat”, “Religulous” (ojalá la estrenen pronto en España). Él y sólo él sujeta la cámara con pulso firme cuando Bill Maher se ríe en Salt Lake City de los mormones o cuando Borat se juega la vida en un espectáculo de “cowboys” o cuando Brüno entra en tiendas de campaña desnudo. Un genio.

PAINTBALL

Director: Daniel Benmayor
Intérpretes: Jennifer Matter, Patrick Regis, Brendan Mackey
Web: http://www.paintballthemovie.com/



Alguien debería nombrar a Julio Fernández el "Spanish Roger Corman". Ningún productor nacional se empeña, con tanto ahínco, con tanta ilusión, en una factoría de terrores patria. De su productora "Filmax" han salido productos de mil colores, fíjense: "La monja", "Rottweiler", "REC", "Km. 31"... Este año toca el turno del debutante Daniel Benmayor, que combina en "Paintball" una aceptable amalgama de propuestas. Y es tal la habilidad del realizador (cámara en mano, inverosimilitud necesaria, ritmo adecuado) que se le permiten un buen número de tachas: su modestísimo presupuesto, sus excesivas referencias ("Diez negritos", "Depredador", "13 Tzameti"...) o su afición al terror gritón. Una última parte floja (la sociedad secreta tambalea méritos previos), no oculta que a "Paintball" le ocurre lo mismo que a Julio Fernández: por su rebeldía, por su (humilde) autoconsciencia, por su compromiso, merece la pena.

domingo, 5 de julio de 2009

SOBRE LAS "SLASHER MOVIES"

Durante sus declaraciones a la policía sobre el macabro descuartizamiento de Vallobín, el principal implicado, Pablo B. B., declaró que su destreza de carnicero en una situación extrema se debía a que le gustaban mucho las películas “del de la máscara”. Repasamos qué personajes de ficción se esconden tras de ella, qué subgénero de terror alimentan y cómo se han instalado en nuestro imaginario cotidiano desde los setenta hasta la primera década del nuevo siglo.

UN SUBGÉNERO SANGRIENTO

A mediados del siglo XX el cine de terror adoptó un nuevo arquetipo: el de un asesino implacable y sobrehumano que persigue sin descanso a sus víctimas (casi siempre, chicas guapas y semidesnudas) por alguna decisión moral errónea que han tomado (casi siempre, en compañía de su grupo de amigos) en el pasado. Armado con objetos punzantes (machetes, cuchillos, garfios, tijeras…), este demonio encarnado va matando a cada uno de los jóvenes que le habían despertado de su sueño maldito o que, mala suerte, simplemente se habían topado con él y su venganza en una excursión rural. Debido al gran número de producciones que proliferaron en los setenta, se multiplicaron en los ochenta, fallecieron en los noventa y resucitaron (en forma de “remakes” o parodias) en el siglo veintiuno, el subgénero adquirió la suficiente entidad como para adoptar un nombre: los “slasher films” (“películas de acuchilladores/ descuartizadores”).

Y aquellos aficionados a la arqueología cinematográfica pueden encontrar antecedentes en la década de los sesenta. El primero y más obvio es el esquizoide Norman Bates, interpretado por Anthony Perkins en “Psicosis” (1960). Convencidas de los cánones fílmicos que Hitchock marca, las producciones posteriores adoptan un libro de estilo potentísimo sobre el que construir un imaginario. Lo comprobamos en los esfuerzos italianos del “Giallo” (un “pulp” barato repleto de sangre) que impulsaron Dario Argento (“El pájaro de las plumas de cristal”, 1970) o Mario Bava (“La chica que sabía demasiado”, 1963); o, también, lo evidencian los intentos norteamericanos de los verdaderos padres del subgénero. Imperdonable olvidar, antes de levantar las máscaras de nuestros “psychokillers”, a los pioneros Herschell Gordon Lewis (autoproclamado creador del “gore” y de bizarradas como “2000 maníacos”, 1964, o “The gruosome twosome”, 1967) y Bob Clark (director de “Navidades negras”, 1974).

Mezclando estas influencias, Tobe Hopper puso la primera piedra: “La matanza de Texas” (1974). Basado en el caso real del psicópata Ed Gein, un grupo de mozos y mozas acaban su viaje de investigación secuestrados por una familia de dementes. De entre ellos, “Cara de cuero”, un enorme individuo con la faz cubierta, es el principal encargado de traer diversión a sus congéneres, generalmente presentada ésta en forma de torturas diversas a visitantes perdidos.

Pero fue el director de cine John Carpenter quien dio con el tono adecuado en el momento justo: “Halloween” (1978). Mike Myers, un paciente de un psiquiátrico estadounidense, escapa de la institución y se dedica a masacrar adolescentes con su aspecto imponente y su delicada (así es) careta. El éxito estratosférico del filme (la producción costó trescientos veinticinco mil dólares y recaudó cuarenta y siete millones), no sólo dio lugar a la habitual retahíla de secuelas sino que parió a la posterior “Viernes 13” (1980) y al infame Jason Voorhes.

Voorhes es un ser satánico que, con una máscara de hockey, emerge del lago Crystal para castigar a aquellos que le hicieron daño cuando era un niño. Dispuesto a eliminar a cualquiera que se le ponga en el camino, el personaje parido por Victor Miller representa a la perfección las características de los “slasher films”: maldiciones eternas, asesinatos gratuitos (y violentos), sustos efectivos, protagonistas femeninas y un final abierto con el que continuar la saga. De esta manera, enlazando muertes y resurrecciones (hay, a lo largo de treinta años, once secuelas y un “remake”) la figura monumental de Voorhes se ha ido instalando (junto a Myers o “Cara de cuero”) en nuestra cultura cinematográfica como algo habitual y definitorio de un tipo de cine que escapa de la serie “B” minoritaria y asalta las pantallas masivas (la cultura masiva, en suma) de un mundo global.

Lo interesante de este subgénero es que, como sus arquetipos, ha resurgido de sus cenizas. A principios de los noventa estas películas habían dejado (demasiadas repeticiones, demasiada falta de originalidad) de generar esos beneficios exponenciales a los que tenían acostumbrados a los estudios. Extrañamente, tuvo que ser una redefinición de estas cintas, la magnífica “Scream” (1996) de Wes Craven, paródica y autoconsciente a la vez, la encargada de reanimar los cadáveres de Jason y compañía. Craven, curtido en estos lares con “La última casa de la izquierda” (1972), se dedicó concienzudamente a desmontar el subgénero con una máscara deforme y un “whodunit” (“¿quién lo hizo?”) que, en lugar de desprestigiar a este enfoque del terror, dio fuerzas a que se “re-rodasen” “remakes” de las películas nacidas en los setenta (sirvan de ejemplo el “Halloween” de Rob Zombie, 2007, o el “Viernes 13” de Marcus Nispel, 2009). Con una mínima producción (se frotan las manos los ejecutivos), con unas cuantas chicas guapas (hoy, depiladas y operadas), con algún “crossover” (“Freddy vs. Jason”), se le proporciona el suficiente lustre a un producto para que parezca nuevo y para que, más importante, les parezca nuevo a su público objetivo, esos chiquillos que rellenan las salas cada fin de semana. Incluso, en el límite de la desvergüenza (compartida con los padres del género), se le permite acercarse al cine maduro. Y entonces adivinamos a “slashers” justicieros en la serie “Dexter” (un heredero del doctor Collingwood de “La última casa de la izquierda”); y entonces adivinamos “slashers” “yuppies” en “American Psycho” (2000); y entonces adivinamos “slashers” víricos en “Cabin fever” (2002); y entonces adivinamos a “slashers” femeninos en “Alta tensión” (2003); y, la verdad, entonces adivinamos “slashers” por todas partes.

sábado, 4 de julio de 2009

TETRO

Director: Francis Ford Coppola
Intérpretes: Vincent Gallo, Maribel Verdú, Carmen Maura
Web: http://www.tetro.com/



Facturadas “Jack” (1996) a Buena Vista y “Legítima defensa” (1997) a la Paramount, Francis Ford Coppola optó (quizá motivado por los vaivenes de ese proyecto monumental titulado “Megalópolis”) por aparcar el cine de estudio hollywoodiense y apostar por coproducciones internacionales más modestas en las que acaparar el poder de decisión. Aconsejaba Woody Allen: “hagas lo que hagas, siempre ten control del montaje final”. Como el director neoyorquino (hoy casi un nómada, buscando financiación en España o Inglaterra), Coppola ha redefinido su carrera tras un descanso de diez años, primero, con “Juventud sin juventud” (inédita en España) y, ahora, con “Tetro”.

El blanco y negro de la llegada a Buenos Aires de Bennie (Adden Ehreinreich) en busca de Tetro (Vincent Gallo), nos recuerda a esa joya (¿olvidada?) a la que Coppola llamó “La ley de la calle”. Habla el cineasta de familias (la suya, omnipresente) y nosotros tratamos de conectar con su discurso. Durante su primer guión original en treinta y cinco años, adivinamos líneas vitales que lo emparentan con el resto de su filmografía (ahí se intuyen la pérdida esencial de “Jardines de piedra”, la lealtad a la familia de “El padrino” o la complicidad de los dos hermanos de “La ley de la calle”), pero éstas se empequeñecen en referencias vacías, escondidas entre la delicada fotografía de Mihai Malaimare y el diseño de producción de Sebastián Orgambide. Probablemente por esta excesiva vocación formal (algo que le haría rozar a “Corazonada”, muy superior), abandona “Tetro” toda emoción (no ayuda tampoco la elección del terrible Vincent Gallo o una última parte paródica en la Patagonia).

Sólo de vez en cuando atisbamos, en el “shock” después de un accidente, en el atropello de un chiquillo, en las miradas de deseo de un padre mezquino, al hombre que nos regaló tantas, tantísimas obras maestras.

viernes, 3 de julio de 2009

ESENCIA DE MUJER

A principios de los noventa, Al Pacino bordó otro personaje inolvidable: el coronel Frank Slade, un ciego accidental comprometido con vivir rápido y morir pronto. En “Esencia de mujer” le conoceremos a él y al principal culpable de reventar sus propósitos, el joven Charlie Simms. Dentro de la colección De Niro-Pacino, LA NUEVA ESPAÑA ofrece a sus lectores esta película mañana, sábado, por 4,95 euros más el cupón de descuento que se incluye en el periódico del día.

EL OSCAR DE PACINO

“Robert Downey Jr. por “Chaplin”, Clint Eastwood por “Sin perdón”, Al Pacino por “Esencia de mujer”, Stephen Rea por “Juego de lágrimas”, Denzel Washington por “Malcom X””, leyó la presentadora Jodie Foster en la gala de los Oscar de 1993. “And the Oscar goes to… Al Pacino”. El público, en un momento inédito (Pacino había estado nominado en otras siete ocasiones), se levantó de sus butacas aplaudiendo a raudales y Pacino no pudo comenzar sus palabras. “Me habéis fastidiado el discurso”, ironizó. Se premiaba a un hombre diminuto, trastabillado al hablar, motor de algunas de las obras maestras sin las que el cine perdería su significado. La trilogía del “El padrino”, “Serpico”, “Glengarry Glen Ross” o “Atrapado por su pasado” sobrarían de pruebas monumentales de lo que escribo.

Y todo este reconocimiento mundial por un “remake” (muy libre) de “Profumo di donna”, una película italiana (y pequeñísima) de Dino Risi estrenada en 1974 y protagonizada por Vittorio Gassman. El director Martin Brest se topa con los derechos del filme en los ochenta y, desde el primer segundo, se obsesiona con Pacino. Pero el gran Pacino no quería saber nada, como admitió en el estrado de los Oscar. “Fue mi representante, Rick Nicita, el que me sugirió decidirme por este papel… bueno, me amenazó si no lo cogía porque, no me digan a qué se debía, yo no quería hacerla”, confiesa. Así, uno de los personajes más importantes de la carrera del actor italoamericano llegó a sus manos de una manera totalmente fortuita, casi con él mismo oponiéndose a aceptarlo. Frank Slade, el ciego bipolar que roba el metraje de “Esencia de mujer”, es un hombre preparado para suicidarse justo después de disfrutar los (mejores) últimos días de su vida. Una pena que aparezca un lazarillo inesperado, el universitario Charlie Simms (un imberbe Chris O’Donnell), junto al que dará un giro radical a su vida.

Los minutos de la cinta de Brest juegan siempre del lado de Pacino: un tango sensual que ya forma parte de la historia del cine; un “gag” impecable de un invidente conduciendo o un monólogo final que probablemente le haya adjudicado el Oscar, bastan a “Esencia de mujer”. Gracias a ellos, la película pasó a encallarse en el imaginario colectivo de los noventa y a elevar (¡aleluya, hermanos!) a Al Pacino a ese cielo que sólo habitan intérpretes como Marlon Brando, Jack Lemmon, Gary Cooper, John Wayne, Robert Mitchum o James Stewart. El de las leyendas del séptimo arte.