miércoles, 29 de diciembre de 2010

PINCHADA HOY EN EL ROCKET CON ANTONIO RICO

¿La Navidad es espantosa?
Sí, lo es.
Pero el rock and roll la puede hacer un poco menos insoportable.
Edu Galán
y Antonio Rico
pincharán canciones escritas con tres acordes
el miércoles 29
(un momento, el 29 ¿es miércoles o jueves?,
da igual: el 29)
a las 23:00 horas (más o menos)
en el Rocket
(calle Oscura de Oviedo, p'abajo).
La cerveza no será gratis,
Buddy Holly, sí.

martes, 28 de diciembre de 2010

EL DISCURSO DEL REY

Director: Tom Hooper
Intérpretes: Collin Firth, Geoffrey Rush, Helena Bonham-Carter
Web: http://www.kingsspeech.com/



Aún hoy, uno se fascina con la maestría de ciertos artesanos británicos para trasladar, con mecánica precisa, casi cualquier guion dramático a una zona muerta entre el filme y el telefilme. Es esta corrección absoluta, teatral, de té a las cinco, darling, thank you very much, la que dirige “El discurso del Rey” de Tom Hooper (en su haber las recomendables “The Damned United” y “Elisabeth I”) hacia unas temporalidades, espacialidades y tonalidades muy determinadas. Esta habilidad acomodaticia, que llegó a su paroxismo con aquella incómoda teleserie de la BBC “Pennies from heaven” (1978) del literato Dennis Potter, despreciada por Herbert Ross en celuloide dulzón y aséptico (“Dinero caído del cielo”, 1981), se torna referencia aquí al narrar el tratamiento de la tartamudez del Rey Jorge VI de Inglaterra (Collin Firth) por parte de un actor mediocre, Lionel Logue (Geoffrey Rush). Sólo de vez en cuando, a través de fisicidades de otras épocas (ese recrearse en primeros planos, ocasionalmente con acierto), demuestra Hooper algún interés en afrontar retos en su película; al cabo, abandonada en panegírico “british” de una figura vital en su Historia reciente.

Impulsados por un metraje que carga su única baza a sus espaldas, el principal logro de “El discurso del Rey” se halla en sus interpretaciones. Rodeados de una pléyade de actores británicos consagrados (Bonham-Carter, Jacobi, Spall…) que se revelan absorbidos por lo anecdótico (debajo de la barba, ¿está Michael Gambon?), los dos protagonistas se empeñan en levantar la función. Quizá sea porque Geoffrey Rush le ha soplado a Collin Firth que la forma adecuada de alcanzar un Oscar es la de dar vida a un discapacitado que se supere a sí mismo con esfuerzo y un mentor canoso. Los ejemplos históricos son innumerables: Dustin Hoffman en “Rain Man”, Marlee Matlin en “Hijos de un dios menor” o el citado Rush en “Shine”. Nada más lejos de la primera candidatura de Firth a la estatuilla dorada: un profesor gay en la California de los sesenta en “Un hombre soltero” de Tom Ford. “Con el rollo homosexual-liberal no se va a ninguna parte”, pensaría el estupendo actor (véanle en “Génova” de Michael Winterbottom), “¡ya se lo han dado a Sean Penn!” Si buscaba semejante premio, ha hecho bien Collin Firth en enmadejarse en su interpretación de Jorge VI: él solo ha eliminado las planicies del personaje; ha ahondado en sus tartajeos; ha aguantado de pie a un magistral Geoffrey Rush; y ha cercenado en minucia chirriante, agravada por ese último título de crédito que avisa que Rey y plebeyo cutre “fueron muy amigos toda la vida”, el libreto de Hooper.

TRON: LEGACY

Director: Joseph Kosinski
Intérpretes: Garrett Hedlund, Jeff Bridges, Olivia Wilde
Web: http://disney.go.com/disneypictures/tron/



“Tron: legacy” pide de una atención cuidadosa: analizamos una película que, sin ser un “remake”, al mismo tiempo, lo es. Secuela de aquel éxito “Disneybizarro” de 1982 donde se proponía un universo electrónico que conducía sus comunicaciones a través de una red infinita, el nuevo filme no sólo se dedica darnos pistas sobre el paradero del científico Kevin Flynn (Jeff Bridges) y las pesquisas de su hijo (un pétreo Garrett Hedlund) para encontrarle. Obligado por la dependencia al estilo abrumador del original, han transcurrido veinte años desde su estreno, el largometraje se ve forzado a remozar su diseño, acercándolo a los dejes masivos del siglo XXI.

Uno no sabe qué es lo interesante del filme. ¿Merece más la pena focalizarse en las aventuras de un chiquillo y su padre enfrentados a un sistema rebelde que, a la vez, es el padre? O, probablemente, ¿no será de mayor provecho poner en contraposición las ambiciones formales de “Tron” y “Tron: legacy”? Si existía alguna duda ante este dilema, el guion en automático de Kitsis y Horowitz, rodado con mecánica frialdad por el debutante Joseph Kosinski, nos la descarta. El regreso a la tierra de las motos lumínicas repite los dejes del original. Por mucho que el tiempo lo haya mitificado, aquel “Tron” de Steven Lisberger no escapa a la anécdota, a ese “fíjate cómo éramos en los ochenta” que bastantes entonamos, observen lo mal que nos ha tratado la senectud, cuando nos recuerdan a las hombreras, a Wham! o a Ronald Reagan. Uno piensa que, con esta cinta, ocurrirá lo mismo al cabo, si me apuran, de dos o tres años. Desnaturalizada en sus referencias sexuales, ¿en qué se basa la relación pupila-maestro de Bridges y la estupenda Olivia Wilde?, y narrativas, un simple amontonamiento de escaramuzas sin fondo, la mirada del espectador se debería acercar más a la sociología que al análisis fílmico. “Tron: legacy” atrae a sus argumentos formales ochenteros (siempre “cool”, siempre de club gay) a las últimas tendencias petardas con el cuidado moral en albal que Disney exige. Ahí está el metrosexual (si es que no ha caducado), la meditación, las discotecas “techno” (incluso intervienen los “Daft Punk”), la comida macrobiótica, la loca “Ziggy Stardust” (un Michael Sheen desatado)…

Con esta película (y con la modernez mitificadora que tan rápido encumbra a Alaska como a Tamara), uno echa de menos los sudorosos, masculinos, cutres y tabaqueros “Recreativos Martínez” de Oviedo. Frente a la asepsia imbécil de “Tron: legacy”, allí se atropellaban los olores, el DYC, el mal rollo y la mediocridad, abstraídos todos ellos en el juego con un encanto especial, cuasinavideño.

lunes, 20 de diciembre de 2010

QTAR LIMPIA Y DA BRILLO


Blatter sabe varias cosas de Qatar: que hace un calor de cojones, que hay pasta a cascoporro y que los gays no les hacen mucha gracia.

Vivir esta liga es vivir atrapado en el tiempo. Uno arranca el fin de semana con la vana esperanza de que nada se repita y, al final, todo continúa igual. El Barcelona arrolla a nuestro querubín, el Espanyol, con la misma contundencia que a nosotros; el Sporting se agarra al bigotaco de Preciado como última arma antes del abismo; el Atlético se lo pasa estupendo con sus ciclotimias y machaca al pobre Málaga; y nosotros sobrevivimos a un Sevilla repleto de macheteros (el hachazo de Dabo a Di María es infame) y a un Clos Gómez que se afianza como uno de los peores árbitros de primera división. A finales de los noventa, se acuñó en España el nombre de “Liga de las estrellas” para designar al campeonato y, poco a poco, ese concepto se ha ido erosionando hasta convertirse en una sonoridad vacua que remite al pasado.

Hoy, el interés del aficionado se ha trasladado del campo a sus afueras. Si se fijan, hemos gastado la semana garruleando sobre si a Cristiano no le quiere el resto de sus compañeros. ¡Ay, amigos, cómo es posible que alguien piense eso! ¿Quién no podría adorar a un poligonero musculado? ¿Qué podría crear mal rollo con él? ¿Que le gusta “La excepción” y “Andy y Lucas”? ¿Que le molan las joyas de oro y las putucas de fin de semana? Uno no entiende que un ser humano con ese jolgorio encima pueda caer mal. Cabestros, dejen al portugués respirar y presten atención al tema más importante de la semana, el recién estrenado patrocinio del Barça por parte de la Qatar Foundation.

En una realidad previsible, lo único que salvaguardaba al Barcelona de la rutina era ese halo místico con el que envolvía, cual albal pringoso de un bocata de calamares, a su camiseta. ¿Cuántas veces hemos aguantado los madridistas el discursito de que “nuestra camiseta es intocable”, “nuestra camiseta es incorruptible”, “nuestra camiseta es esponjosa”? ¡Y todo porque no tenía un logo! Pero, claro, a estos humanos que van de dignos y limpios y buenos y suaves les ofreces treinta millones de euros y ¡se cargan al “Teletubbie” morado con sus propias manos! Cruyff declaró estos días que “Rossell había manchado la camiseta”. No se le olvide a “Yojan” que el verbo “manchar” es transitivo. Le faltó añadir el con qué: ¿grasa de chorizo, quizá? Mucho peor aún, con una fundación que defiende los valores de un país donde, según el informe anual de Amnistía Internacional de 2009, “se priva arbitrariamente de su nacionalidad a centenares de personas. Las mujeres siguen siendo objeto de discriminación y violencia. Hay al menos 20 personas condenadas a muerte”. Por lo menos, “Teka” sólo fabricaba fregaderos.

domingo, 19 de diciembre de 2010

BALADA TRISTE DE TROMPETA

Director: Alex De La Iglesia
Intérpretes: Carlos Areces, Antonio De La Torre, Carolina Bang
Web: http://www.baladatristedetrompeta.com/



La aparición en la escena nacional de «Acción mutante» (1993), ese disparate neo-punk y «axturiano», resultó un revulsivo vital y (aún hoy) muy emocional; un disparo en el desierto para una generación de cineastas y cinéfilos que ahora rondan la cuarentena. En aquel largometraje, y esto merecería una nota al pie, ya se incubaban los claroscuros del cine de Álex de la Iglesia. En una esquina del ring, su indudable músculo narrativo, su impronta visual que auguraba a un autor, su oportuna hibridación entre el cómic y el celuloide, o su habilidad al arremolinar géneros (sci-fi y comedia) con, no hay paradoja, desbordante mesura. En la otra, un discurso formal reiterativo, una afición recurrente a presentar personajes deslavazados, o una incapacidad crónica al desarrollar ideas potentes hacia sus últimas consecuencias. Éstos han sido los males y bondades que se han ido repartiendo a lo largo de su filmografía: desde las notas altas, «El día de la bestia», «La comunidad» o «Muertos de risa», hasta las bajas, «Perdita Durango» o «Crimen perfecto». Omitiendo ese experimento ajeno y fallido titulado «Los crímenes de Oxford», la carrera del cineasta español continúa con uno de sus mayores éxitos de crítica: «Balada triste de trompeta», premiadísima en el anterior Festival de Venecia.

Intenta el filme tirar un paralelo entre la historia del franquismo (su prólogo se sitúa en la Madrid sitiada de 1937 y su epílogo se centra en el lustroso Valle de los Caídos 73) y la de dos payasos, Carlos Areces y Antonio de la Torre, que se disputan la posesión de una mujer, Carolina Bang. El poderosísimo arranque, con la irrupción súbita en un circo de unos milicianos republicanos, y los extraordinarios títulos de crédito, un repaso terrorífico y «pop» a la dictadura, contrastan intensísimamente con el resto de la cinta. A partir de la primera media hora, cuando hemos asimilado que De la Iglesia está emperrado en contarnos su epopeya de «amor y muerte» sin importarle en exceso el desarrollo de personajes (uno no entiende cómo pueden sucederse situaciones esbozadas de esa manera), o la coherencia narrativa (y no somos «fans», al igual que Hitchcock, de la verosimilitud), sólo nos queda observar cómo «Balada triste de trompeta» se hunde en su propio ensimismamiento.

Quizá ése sea el gran déficit de la película de De la Iglesia: su hiperbólica autoconsciencia que, como buena autoconsciencia hiperbólica, abandona al espectador y, peor aún, engulle a la historia reciente de España dejándola en un ligero barniz que sorprende a los personajes en su discurrir («¿De qué circo sois?», pregunta Areces a los terroristas que acaban de cometer el atentado contra Carrero Blanco). Ese compromiso que existía en una buena parte de su anterior producción con apresar el espíritu patrio (un cura, un quinielista o dos cómicos cutres) y violentarlo en ambientaciones posmodernas (la venida del Anticristo, una comunidad hitchockiana, un «western»), pierde toda su fuerza en «Balada triste», probablemente (y esto es aventurar) por la orfandad en el texto de un segundo de a bordo, podría haber sido el habitual guionista de De la Iglesia, Jorge Guerricaecheverría, que rescatase al autor de sí mismo. Obviamente, su excesiva autocomplacencia también afecta a los actores: ni Carlos Areces, un cómico extraordinario empantanado en un protagonista dramático de corto recorrido, ni Carolina Bang, una actriz correcta, se sostienen ante un De la Torre, actor de raza, magnífico, que aquí se zampa cualquier segundo en el que se le intuya (estudien cómo maneja una escena en la que no todo su universo le ríe un chiste).

Que alrededor de sus minutos pululen algunos de los intérpretes esenciales del panorama español (Sancho Gracia, Terele Pávez, Enrique Villén), perdidos entre el desconcierto y el desconocimiento de sus roles, reafirma la obra desaprovechada que es «Balada triste de trompeta». Mediante un suspense mecánico, ya robado de Hitchcock con algarabía en «La comunidad» y resucitado aquí, la película culmina en una innecesaria autorreferencia formal que captura a la perfección la sensación final de observar a un artista que se canibaliza, que desecha búsquedas. Ojalá De la Iglesia, un cineasta del que nos gustaría seguir hablando en el futuro, abandone ese peligroso bucle y se dedique a hablar de los demás, a despertar(nos) a los demás.

lunes, 13 de diciembre de 2010

EL EFECTO SCOOBY DOO

Antes...

En la serie animada “Scooby Doo”, cinco adolescentes y un Gran Danés bobalicón resuelven misterios alrededor de Norteamérica. En cada episodio, un monstruo horrible se dedica a espantar a los habitantes de un pueblo con sus poderes fantasmagóricos y son estos chiquillos, con sus dotes lógicas (y con las trompadas de Shaggy y Scooby), los que descubrirán que, bajo el atemorizador del lugar, no se esconde un ente sobrenatural, sino uno de los miembros de esa comunidad que busca sacar algún tipo de tajada del resto. Además de divertirnos con sus aventuras, “Scooby Doo” alberga otros méritos monumentales: su apología del racionalismo (los fantasmas, la metafísica, no caben en la explicación del capítulo); y uno muy específico de las ficciones tipo “whodunit” (“¿Quién es el asesino?”), el desenmascaramiento del malvado de entre las personas que menos se espere el espectador que puedan ocupar este papel, es decir, de entre las personas más respetables del grupo.

La realidad mediática y, como buen espectáculo de masas, la realidad deportiva, se organiza al estilo de un capítulo de “Scooby Doo”. En 2008, Tiger Woods era un bendito padre de familia, el perfecto “Uncle Tom” que consagraba su vida a comportarse como los blancos que le rodeaban. En 2009, quién lo iba a imaginar de un multibillonario treintañero heterosexual, el “National Inquirer” destapó que el buen hombre tenía una clara vocación por las prostitutas y pasó a la liga de los grandes infieles: ¡120 mujeres, oiga! En 2009, Marta Domínguez era la campeona inmaculada de los 3000 metros, vicepresidenta de la Federación Española de Atletismo y candidata por el Partido Popular. En 2010, quién lo iba a imaginar de unas marcas deportivas (sin que nuestro cuerpo evolucione hacia el de un avatar color pitufo) que mejoran imparables cada año, la policía la detuvo por ser la presunta “dealer” de una compaña de atletas españoles sobre los que, por favor, pido que alguien ruede una serie al estilo “The wire”.

... y después

Deberían plantearse los lectores si, bajo la mácula incorrupta de los personajes blanquísimos o coronando la roña pestilente de los personajes maléficos, no existirá una explicación racionalista y desmitificadora que incluya, como solución al crimen, a personas con múltiples e inevitables contradicciones. Por eso, en el Madrid, necesitamos que Scooby Doo levante la careta al “Special one” y Mourinho se nos revele de una vez con todas las aristas humanas, ésas que vimos en el 5-0 contra el Barça, con las que no nos lo vendieron.

¿Antes?

FRANKLYN

Director: Gerald McMorrow
Intérpretes: Ryan Phillippe, Eva Green, Sam Riley



El insufrible chute de “neo-gótico” que inyectó Alex Proyas en nuestras venas postadolescentes con producciones como “El cuervo” o “Dark city”, resurge de tarde en tarde cual mono de yonqui vallecano. En la genética de estos filmes se incuba, aparte de las gabardinas de cuero y las mozas con los ojos sombreados, ese necesario juego cartesiano o, si se me ponen tontos, “baudrillardiano”, que bambolea la débil línea entre la simulación y la realidad y que, como su estética de edificios negruzcos sin esquinas, cansa. Aún así, con “Franklyn” comprobamos que “Matrix” y sucedáneos todavía no han muerto. Tras un par de años en una hibernación sospechosa desde su estreno en Inglaterra, arriba a nuestras pantallas el debut del director Gerald McMorrow, que funda sus argumentos en cuatro historias entrelazadas a lo largo de dos realidades: la primera (la “real”), el Londres actual, y la segunda (la “simulada”), un oscuro mundo utrarreligioso por donde pulula un justiciero vigilante.

Leyendo la sinopsis de “Franklyn” y obviando su “look & feel” (que diría un moderno), uno se espera mucho más del filme de McMorrow de lo que al final se encuentra. A medida que su metraje avanza, todo parece un castillo de naipes desembarazándose de sí mismo. Aceptada su capacidad como cortometrajista (su “Thespian X”, recomendable), uno descubre que las intenciones y la grandilocuencia del cineasta británico para con su creación superan ampliamente el resultado final. Al contrario que en otros filmes de múltiples variantes temporales, lo que funciona en esta cinta es el ensamble de sus diversas tramas: la historia desgarrada de un padre que busca a su hijo (un siempre efectivo Bernard Hill), el superhéroe ateo de Ryan Phillipe (una gran idea) o la seductora Eva Green en un papel endeble, sí casan en un epílogo que, repito la sorpresa, marca lo mejor del total. El problema, suele ocurrir, es que “Franklyn” nos proporcionaría un sobresaliente corto de segundos cruzados, no un insípido largo de minutos cruzados.

lunes, 6 de diciembre de 2010

EL SÍNDROME POSTBARÇACIONAL


¡Supérelo, amigo mío!

Hermano madridista, contésteme a una serie de preguntas. Durante esta semana, ¿se ha sentido cansado, sin ganas, deprimido por su día a día? ¿Ha notado una apatía generalizada al acudir al trabajo? Mientras hablaba con los miembros de su familia, ¿ha percibido cómo la desidia y la insatisfacción crecían hasta unos niveles superiores a la norma? ¿Espera que no llegue el final de Liga nunca? No se me engañe, so cabestro. Asuma cuanto antes su condición de enfermo mental; hay un hecho que ha trastocado su vida de una forma irremediable, como cuando Bertín Osborne cantó su primera ranchera. El 5-0 del Barcelona nos ha dejado tocados y, encima, nos vemos obligados a ser el pararrayos de todos los gremlins azulgrana que conocemos (uno ya no puede decir la palabra “cinco” sin que le rimen, uno ya no puede defender a Marcelo, uno ya no puede meterse con San Pep). Ay, estimado compañero, recuerde su vida antes del partido. En aquel entonces (siempre me ha gustado esta expresión) éramos felices, vivíamos una existencia de daiquíris, desenfreno y confianza absoluta en nuestro entrenador. Dios, cuán equivocados estábamos.

Ahora eso se ha terminado. El garrotazo del Barça sólo nos ha servido, como se demostró contra el Valencia, para poner el automático y seguir adelante. Hoy nos aferramos a los únicos mitos que todavía se nos sostienen: Casillas o Cristiano Ronaldo soportan el envite que jugadores como Benzema, invisible, o Sergio Ramos, machetero, no fueron capaces de aguantar. No nos olvidemos la importancia de la psicología en partidos decisivos. Si la semana pasada analizábamos cómo el gesto de Guardiola superó, en un movimiento, a la actitud pasiva de Mou, este lunes hay que plantearse lo mismo con nuestro míster y Unai Emery. El bueno del guipuzcoano permaneció congelado ante la imposibilidad (parece que sólo la posee el Barcelona… y de qué manera) de asir al Real Madrid y dejarlo KO, salvando las embestidas brutales del poligonero y compañía.

Recientemente, la sociedad española de Psiquiatría afirmó que el síndrome postvacacional no puede equipararse a una enfermedad mental, sino que es, más bien, una época muy transitoria, caracterizada por una sintomatología (re)construida a partir de unos índices comunes (cansancio, desidia) al regreso al trabajo tras un impás de descanso y dispendio a cascoporro. Nosotros deberíamos seguir la recomendación psiquiátrica y otorgarle a la derrota contra el Barça el sentido que tiene: una etapa en un recorrido que, esperamos, superemos pronto.

jueves, 2 de diciembre de 2010

LOS MILLONES


"Los millones" arrastra dos noticias estupendas: que inaugure una editorial a partir de un fanzine tan disfrutable y disfrutado como «Mondo Brutto» y, sobre todo, que el cineasta Santiago Lorenzo regrese, por fin, a contarnos sus historias. Director de "Mamá es boba" (1997), esa joya subterránea del cine español, y la irregular y terrorífica "Un buen día lo tiene cualquiera" (2007), el vizcaíno narra en su texto las andanzas de Francisco, un terrorista del GRAPO, al que le tocan doscientos millones en la lotería. El pobre buen desgraciado, uno más en el imaginario de pobres buenos desgraciados del creador, no puede cobrar el premio por no poseer DNI.

Con gran pulso, el escritor recuerda, en esta época de depilación, antiperspirantes y «Cuéntame» (no es gratuita la conexión), lo que verdaderamente era ese neonato, la «España-de-la-Transición»: un conglomerado abriéndose a la occidentalidad y sus quehaceres pero que aún cobija(ba) el olor de un bar cutre (Los millones también es una geografía baril de ese Madrid ¿difunto? de boina y roña); un aroma, razona el autor, que «ni cambia, ni remite, así pasen las décadas» y con el que bendice administraciones de lotería hostiles, jefes de redacción con olor a puro y tonticos tan tonticos que no lo son del todo. Por tanto, no es extraño que Lorenzo desarrolle en una época desubicada a sus personajes característicos: los desubicados. Si en "Mamá es boba", su niño no entendía ni a sus padres («me da vergüenza de ellos») o en "Un buen día lo tiene cualquiera", su ejecutivo no tenía ni casa donde morirse, su ¿terrorista? aislado le da la oportunidad de plantear una doble relojería: la de un suspense (un divertimento que Lorenzo mantiene hasta casi el epílogo), en el que reitera hábilmente los psicologicismos (miserias, soberbias, gilipolleces) que mueven, más que sus eslóganes, a una organización (importa poco que sea terrorista, consigan el filme "Four lions" de Christopher Morris); y la de una historia de un amor, en la que describe, con su ternura habitual, el único lugar donde sus personajes se treguan con las puñeteras injusticias del mundo. Después de averiguar que "Los millones" comenzó como guión de puerta en puerta y terminó en novela notable, esperpéntica, de alguien que maneja con tiento e inteligencia a Valle-Inclán, y a Jardiel, y a Azcona (si es que no son lo mismo), uno no sabe qué pedirle a Santiago Lorenzo: si que ataque cuanto antes su próxima película, su próximo libro o, mejor aún, los dos.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

COMO PUEDAS



Qué jodido. Se nos ha muerto Leslie Nielsen y con él, el sargento Frank Drevin de “Agárralo como puedas” y el doctor Rumack de “Aterriza como puedas”. Esa santísima trinidad de cineastas, la ZAZ (Zucker, Abrahams y Zucker), no tuvo que buscar a un protagonista para su serie de bizarradas encadenadas “Police Squad!” (el germen de “Agárralo...”). Sabían su nombre: Leslie Nielsen, un actor dramático de medio pelo (su único papel noticiable había sido en “Planeta prohibido”, una encantadora serie “B” de Fred M. Wilcox), al que regalaron uno de los roles cómicos más extraordinarios del siglo XX; el de un médico que trataba a los pasajeros de un avión a punto de estrellarse en la “spoof movie” “Aterriza como puedas”.

Afirma Bergson en su texto clásico sobre la risa, que ésta se origina cuando algo rígido (una cara, un andar marcial) se desbarata (bien por un rictus inesperado, bien por un tropezón). Nielsen, con su voz grave y su aspecto de vigilante, llevó hasta los altares la máxima del filósofo francés; son sus personajes una burla contra la normalidad. Bajo el aspecto de un funcionario bien, de un guardían de las buenas maneras, el canadiense desplegaba una gestualidad imposible que, apoyada en textos tan brillantes, tan increíbles, como los de los ZAZ, resultaba una apuesta segura en la construcción de cualquier comedia. Salvo esos papeles irrepetibles, la extensísima carrera de Leslie Nielsen (alrededor de doscientos metrajes) dio para pequeñas apariciones míticas o para pequeños momentos en filmes olvidables (entre su producción disfrutable, recomiendo con cariño “Espía como puedas”, “Reposeída” y “¡Vaya un fugitivo!”). “Tiene una voz infernal y cara de maníaca”, le soltaba la madre de una poseída al exorcista interpretado por Nielsen en “Reposeída”. “Eso no prueba nada, ¡podría ser familia de Joe Cocker!”, contestaba el gran Leslie. En el desorden ontológico del mundo chorra de Nielsen, uno de los cómicos al que más voy a echar de menos, era muy difícil concluir algo a partir de algo. En su algarabía atropellada de humorista puro, desbocado, uno encuentra un solitario sentido; como le ocurría a Woody Allen en “Hannah y sus hermanas” cuando hallaba consuelo a sus penares nihilistas con “Sopa de ganso” de los hermanos Marx, Leslie Nilsen y su cine nos proporcionan cobijo cálido, luminoso, paternal, mientras nieva ahí fuera.