sábado, 23 de enero de 2010

NINE


Kate Hudson y su "hit" "Cinema Italiano"

El rentabilísimo regreso del musical a la pantalla grande de manos de “Evita” (Alan Parker, 1996) y, especialmente, de “Moulin Rouge” (Baz Luhrmann, 2001), marcó el fin de una época. Al siglo XXI no se acostumbran planos de más de tres segundos (se obvia, incluso, la “ley del pestañeo” de Walter Murch), ni coreografías que invadan los “sets” de la Metro, ni actores que bailen y canten “Makin’ whoopee”, “Luck to be a lady” o “You can count on me”. En su lugar, se imponen los videos musicales de larga duración: planos cortos, montaje frenético y postproducción grosera. ¿Qué se pierde? Algunos de los encantos del musical: la teatralidad, el esfuerzo interpretativo, el desgaste físico, la artesanía de los espacios cerrados… Y ¿qué se gana? Algunos de los encantos del séptimo arte: las elipsis, las metáforas visuales, los “flashbacks”, la espectacularidad de los espacios abiertos… Como se imaginarán, “Nine” (y “Chicago” y “Mamma mia!” y…) pertenece a esta nueva generación de películas musicales.

En el universo felliniano, no descubro nada, las canciones y la música invaden las maneras danzarinas de Giulietta Massina en “Ginger y Fred”, el “saltarello” tragicómico de “Amarcord” o el “backbeat” sátiro de “Ocho y medio”. A este último, de este último filme, aspira “Nine”. Basado en un libreto de 1982 estrenado en Broadway, el vídeo musical de Rob Marshall explora el bloqueo creativo de Guido (un inteligente Day-Lewis, alejándose de Mastroianni), encerrado por las féminas que poblaron su vida. Con desigual acierto (Kidman, un manifiesto error de “casting”), en sus actrices reside el atractivo de la película. Penélope Cruz y su (ella, sí) habilidad para mover el cuerpo (y masacrar la pantalla); Dench y su atrevimiento otoñal; la carnosa Hudson y sus modales de “pop star” (“Cinema italiano” suena a “hit”); y Fergie, en una Saraghina deslumbrante que resucita a la Eddra Gale original (paradójicamente, también estadounidense).

La distancia de “Nine” con “Ocho y medio” (o “Un día en Nueva York” o “Ellos y ellas” o…) no se encuentra en su trabajo actoral o en su concepción de lo que debe ser un musical. El largometraje de Rob Marshall, ya ocurría en “Chicago”, deja de importar a la media hora porque fundamenta su potencial en anécdotas de salida del cine (el número de Sofía Loren, la adicción postmoderna al “vintage” o el delicado diseño de vestuario de Colleen Atwood). Toca un experimento malvado: mezclen en una taza el blanco y negro de “Nine” (bicromático, monocorde, artificioso) con el blanco y negro de “Otto e mezzo” (salvaje, surreal, natural). No hace falta que les diga cuál de los dos se disuelve.

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