lunes, 20 de septiembre de 2010

EL AMERICANO

Director: Anton Corbijn
Intérpretes: George Clooney, Violante Placido, Thekla Reuten
Web: http://focusfeatures.com/film/the_american/



En mayo de 2005, antes de que R.E.M. atacase “The one I love” (¿o era “Orange crush”?), el cantante Michael Stipe agarró un móvil, marcó, y pidió al público de su concierto en Gijón que entonase el “cumpleaños feliz” a un amigo. El humano en cuestión era el fotógrafo holandés Anton Corbijn, al que muchos en la audiencia recordaban (o, si no, ya había algún “gafapasta” cercano que se lo aclarase) por su colaboración en la construcción de franquicias como U2 o Depeche Mode. Aún con las dificultades que surgen al transmutar disciplinas artísticas, Corbijn enfrentó su debut cinematográfico en terrenos favorables: “Control” (2007), la biografía de Ian Curtis, el líder del grupo británico Joy división, le permitió entrar con seguridad en el celuloide al no alejarse demasiado de su discurso fotográfico de claroscuros rugosos (les recomiendo que lo exploren en su libro “Star trak”) y “celebrities”. Arropado por la bandera de la iconografía post-punk, el holandés logró reflejar con emoción esa fragilidad adolescente de su protagonista que, enclaustrada en un “amour fou” de Rivette, le atrancaba cualquier vida adulta, que, por tanto, le atrancaba cualquier futuro.

“El americano” supone, más que el “thriller” a lo “Bourne” que anuncian los carteles, un experimento con ese “noir” europeo clásico que reescribe los arquetipos del norteamericano y los mueve por terrenos escabrosos (violencia, sexo, introspección). Comienza su película con ¿una traición? que marcará el desarrollo posterior: un asesino (George Clooney) es descubierto en su retiro por un comando de mercenarios. Obligado por las circunstancias y los remordimientos, se oculta en un pequeño pueblo italiano donde se enamora de una prostituta (Violante Placido). Las reminiscencias de monumentos fílmicos a la reinvención personal, “El reportero” (1973) de Michelangelo Antonioni, al asesino hermético, “El silencio de un hombre” (1957) de Jean-Pierre Mellville, o al drama del último encargo, “Touchez pas au grisbi” (1954) de Jacques Becker, solidifican las fortalezas del metraje: la brutalidad de su arranque, el potente esfuerzo de un (siempre) arriesgado George Clooney o ese poso a cine milimetrado (fotografía impecable, silencios justos) que, en tiempos de vídeos YouTube, se le agradece a Corbijn.

Sin embargo, a pesar de sus desvelos por arrimarse a la tradición europea y a una buena labor de manufactura, “El americano” se desluce con preocupaciones estéticas que, de los nombres anteriores, sólo hubiesen atosigado a Antonioni. Centradas las cámaras en lo accesorio, es su guión, lo esencial, el gran vapuleado de la cinta. Mientras que el personaje principal de Clooney posee una entidad completa (y, reiteramos, la interpretación del norteamericano, por su riesgo y compromiso, resulta admirable), el resto del mosaico que le acompaña no supera el esbozo. Naturalmente, jamás sabremos por qué: ¿se perdió en la sala de montaje? ¿El déficit existía ya en la adaptación de Rowan Joffe o en la novela de Martin Booth? ¿Se sacrificó en una especie de mutilación a la mayor gloria del “cine críptico” que gusta a un cierto tipo de creadores?

Después de haber celebrado la primigenia “Control” casi con el mismo espíritu con el que le cantamos “cumpleaños feliz” en Gijón, uno duda al escoger entre la segunda o la tercera pregunta. Lo que sí se mantiene es la certeza de que el propio Corbijn es el que, con sus talentos, desmerece o ensalza su filme. Tan rápido rueda un estupendo prólogo como un estúpido final; una serie de metáforas visuales (muy) burdas, como una persecución cuasi-musical en un pueblo fantasmagórico; una redención grosera (cura mediante, of course), como un duelo hitchcockiano en el aparcamiento de un bar de carretera. Al final, huyamos de la seriedad, se trata de una segunda película. Siga buscándo(se), señor Corbijn.

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