viernes, 15 de octubre de 2010

WALL STREET: EL DINERO NUNCA DUERME

Director: Oliver Stone
Intérpretes: Michael Douglas, Shia LaBeouf, Carey Mulligan
Web: http://www.wallstreetmoneyneversleeps.com/



Si en su examen de la PAU les piden una prueba de que la popularidad de los arquetipos cinematográficos está condicionada por la sociología y psicología del momento, no busquen en la chuleta del de enfrente: piensen en el zombie. Canonizado por Romero en los sesenta, manufacturado por miles de producciones “Z” en los setenta, y aguado por el uso excesivo en los ochenta y noventa, el no-muerto ha encontrado el perfecto campo de cultivo en la primera década del siglo. Múltiples marcadores socio-psicológicos facilitan que se asiente en el gusto masivo actual: el miedo al contagio (gripe A); la hiperpoblación (disfruten de la infinitud zombi de “Resident Evil: Resurreción”); la insatisfacción crónica de consumo (lean “Bienvenidos a Metro-Centre” de Ballard); o la desconfianza postmoderna ante instituciones y puñeteros científicos (las causantes, siempre, del virus). Obviamente, también los personajes, como muestras de arquetipos, se doblegan al proceso vivo, cambiante, de representar a/identificarse con una época. Un gran ejemplo aluniza en nuestras pantallas este fin de semana: la resurrección de Gordon Gekko.

La muy ochentera “Wall Street” situó a Gekko y a su sagrado “La codicia es buena” en el epítome de ese neoliberalismo que instaurasen en sus países humanos de calañas tan diferentes (y tan similares) como un actor mediocre, una metodista británica o un general golpista, y que acabó solidificándose, imaginario colectivo mediante, en la figura trajeada de un señor engominado, el “yuppie”, que esnifaba cocaína por un tubo (valga la redundancia) y portaba consigo, para el consiguiente mercadeo, un artefacto del que cualquier hijo de vecino desconfiaba, el teléfono móvil. Ese pastor protestante de Armani que nos cantaba entonces, manos en alto, “Disfrutad de los buenos tiempos y ambicionad mucho”, se ha transmutado en la actualidad, por obra y gracia de la crisis global, en un profeta apocalíptico de tradición cristiana. Los peores tiempos aún no han llegado, diría el que antes cantaba las loas de un sistema capitalista, pero, si regresamos al lugar de donde hemos partido, las cosas mejorarán, hermanos. De ahí que el retorno del “bussiness man” de Stone posea una consistencia que sólo el momento histórico otorga, y se distancie, a priori, del oportunismo de movimientos similares.

Durante la escena más efectiva de “Wall Street: el dinero nunca duerme”, un ajado Gordon Gekko (un Michael Douglas en automático) reniega simbólicamente, al salir de la cárcel en la que ha cumplido ocho años por fraude, de dos objetos representativos de su encarnación previa como “yuppie” protestante: su celular arcaico y su limusina. El primero, por su popularización (y, por tanto, su vulgarización), y el segundo, por su ostentosidad “hip-hop” (y, por tanto, su vulgarización), mutan a artilugios pretéritos, erosionados, inútiles. Ahora lo que mola son las biblias de “vivencias personales” (en una presentación del volumen sobre su presidio, el ejecutivo, en gesto que valdría una vida paralela de Plutarco, se mimetiza con Mario Conde); e Internet (qué mejor púlpito para predicar y comerciar a la vez). Por eso, la vieja escuela no entiende nada: el anciano jefe (Frank Langella) del heredero de Gekko (Shia LaBeouf) asume su desarraigo en un mundo en el ya no hay caras con quien negociar.

El planteamiento, con la despresurización del mito del “yuppie” ochentero en el planeta XXI, constituye lo más potente de la película de Stone. Molesta que, como ocurría en las recientes “W.” o “World Trade Center”, esta fuerza de arranque se le escape por la boca. En lugar de a sus (supuestas) intenciones primigenias, uno las esperaba similares a las del largometraje anterior, naufraga Oliver Stone hacia un melodrama que deriva, gracias, por ejemplo, a pseudo-moralinas como Gekko observando, sorprendido, la ecografía de su nieto, en “tv movie” repleta de obviedades de la peor categoría.

Convierte el cineasta su filme en justo aquello que parece criticar en sus declaraciones públicas: otro producto masivo de Hollywood. Eso sí, frente al zombie postmoderno, este nuevo Gekko no tiene pinta de que vaya a conectar con grandes públicos. Su subordinación a LaBeouf (realmente, el que centra el metraje), su falta de encanto (salvo en el “speech” universitario o en la salida de la cárcel) y su liviandad anecdótica le alejan de aquel hombre siniestro que conquistó un estrado y, en uno de los momentos más terroríficos de esa década, pronunció el mantra “la codicia es buena”. Vistos algunos documentales de diversa fortuna alrededor del tema (“Capitalismo: una historia de amor” de Michael Moore, “The shock doctrine” de Michael Winterbottom, o “I.O.U.S.A.” de Patrick Creadon), permítaseme reclamar una ficción que haga justicia a los tiempos convulsos que vivimos.

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