domingo, 15 de agosto de 2010

¡PHILLIP MORRIS, TE QUIERO!

Directores: Glenn Ficarra & John Requa
Intérpretes: Jim Carrey, Ewan McGregor, Leslie Mann



Aunque Ewan McGregor lo aparente de mejor manera, Jim Carrey y él siempre han sabido combinar los franquiciados hollywoodienses (“Star wars” o “La isla”; “Ace Ventura” o “Batman forever”) con proyectos arriesgados (“El escritor” o “El sueño de Casandra”; “Olvídate de mí” o “Un loco a domicilio”). La historia real de Steven Russell (Carrey) y su vida en fuga y sus sucesivas reclusiones en la cárcel y su amor loco por su compañero de celda Phillip Morris (McGregor), se plantea como una oportunidad espléndida para compartir cartel y para que el personal, ensimismadísimo, se pregunte “¿Eh? ¿Obi Wan y el Grinch, morreándose con lengua?”. Los directores John Requa y Glenn Ficarra controlan esa maldad que descoloca al espectador incauto; en “Bad Santa” y “Una pandilla de pelotas” desterraban a dos figuras paternales e impolutas (Papá Noel y el típico entrenador de equipo de perdedores) a los terrenos miserables del híper-individualismo norteamericano.

También “Phillip Morris, te quiero” demuestra las alturas y las bajuras del sueño americano. Dentro del onirismo instalado en USA, cualquier mostrenco es capaz de conseguir (casi) cualquier cosa si representa bien al personaje que el público espera. Podrá integrar su sexualidad “rara”, escapar de la cárcel, escalar a puestos directivos... Justamente ése es el currículum de Steven Russell y, he aquí lo tenebroso del “american dream”, por él está cumpliendo una condena de 144 años en una celda de alta seguridad. Pero la vertiente eficaz de “Phillip Morris, te quiero” no es la de denuncia. Funciona el filme cuando carbura como un cuento de los Coen. Su arranque, con ese niño jugando a ver nubes con forma de pene o la construcción de una máscara que oculte su condición sexual, primero, y su condición profesional, después, proporcionan una entidad al conjunto que justifica su visionado. Capítulo aparte, no nos permite el márketing obviarlo, merecen los actores protagonistas. Ellos se cargan (en esencia, Carrey) con el peso de la cinta. Aún en desigualdad de condiciones por esa vis cómica que chorrea el canadiense y que barniza al escocés, se justifica el detenerse en sus elevados méritos. No debe ser fácil tirar de una película cercenada (a medio camino se notan algunas irregularidades de edición, quizá forzadas por las inestables condiciones de producción del filme); arriesgada para un actor “mainstream” (McGregor, un intérprete asociado al arquetipo del héroe, se atreve hasta con una felación); y, qué poco gay, que no se decide por su mejor lado.

Porque los directores desmerecen a su largometraje cuando quieren ser los Coen y Gus Van Sant al mismo tiempo. La liviandad del conjunto no se corresponde con sus intenciones en el epílogo y, por supuesto, éste último es el que más chirría. El contraste del resto con el capítulo final (un “protest short film”), difumina el retrato gozoso de “great pretender” que Carrey lleva a cabo y convierten a “¡Phillip Morris, te quiero!” en un todo incompleto. Dan ganas de preguntarles a Requa y a Ficarra por qué, ya puestos a denunciar desde el principio la situación de los gays en Norteamérica, no entran a saco con las condiciones de vida en las, ideales en la película, prisiones norteamericanas, o con los movimientos religiosos que les consideran, directamente, abominables. No se puede sera la vez “Antes que anochezca” y la versión “queer” de “Atrápame si puedes”. A veces, hay que decidirse y, si nos ponemos a escoger, el que escribe ésto prefiere la segunda opción.

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