domingo, 19 de diciembre de 2010

BALADA TRISTE DE TROMPETA

Director: Alex De La Iglesia
Intérpretes: Carlos Areces, Antonio De La Torre, Carolina Bang
Web: http://www.baladatristedetrompeta.com/



La aparición en la escena nacional de «Acción mutante» (1993), ese disparate neo-punk y «axturiano», resultó un revulsivo vital y (aún hoy) muy emocional; un disparo en el desierto para una generación de cineastas y cinéfilos que ahora rondan la cuarentena. En aquel largometraje, y esto merecería una nota al pie, ya se incubaban los claroscuros del cine de Álex de la Iglesia. En una esquina del ring, su indudable músculo narrativo, su impronta visual que auguraba a un autor, su oportuna hibridación entre el cómic y el celuloide, o su habilidad al arremolinar géneros (sci-fi y comedia) con, no hay paradoja, desbordante mesura. En la otra, un discurso formal reiterativo, una afición recurrente a presentar personajes deslavazados, o una incapacidad crónica al desarrollar ideas potentes hacia sus últimas consecuencias. Éstos han sido los males y bondades que se han ido repartiendo a lo largo de su filmografía: desde las notas altas, «El día de la bestia», «La comunidad» o «Muertos de risa», hasta las bajas, «Perdita Durango» o «Crimen perfecto». Omitiendo ese experimento ajeno y fallido titulado «Los crímenes de Oxford», la carrera del cineasta español continúa con uno de sus mayores éxitos de crítica: «Balada triste de trompeta», premiadísima en el anterior Festival de Venecia.

Intenta el filme tirar un paralelo entre la historia del franquismo (su prólogo se sitúa en la Madrid sitiada de 1937 y su epílogo se centra en el lustroso Valle de los Caídos 73) y la de dos payasos, Carlos Areces y Antonio de la Torre, que se disputan la posesión de una mujer, Carolina Bang. El poderosísimo arranque, con la irrupción súbita en un circo de unos milicianos republicanos, y los extraordinarios títulos de crédito, un repaso terrorífico y «pop» a la dictadura, contrastan intensísimamente con el resto de la cinta. A partir de la primera media hora, cuando hemos asimilado que De la Iglesia está emperrado en contarnos su epopeya de «amor y muerte» sin importarle en exceso el desarrollo de personajes (uno no entiende cómo pueden sucederse situaciones esbozadas de esa manera), o la coherencia narrativa (y no somos «fans», al igual que Hitchcock, de la verosimilitud), sólo nos queda observar cómo «Balada triste de trompeta» se hunde en su propio ensimismamiento.

Quizá ése sea el gran déficit de la película de De la Iglesia: su hiperbólica autoconsciencia que, como buena autoconsciencia hiperbólica, abandona al espectador y, peor aún, engulle a la historia reciente de España dejándola en un ligero barniz que sorprende a los personajes en su discurrir («¿De qué circo sois?», pregunta Areces a los terroristas que acaban de cometer el atentado contra Carrero Blanco). Ese compromiso que existía en una buena parte de su anterior producción con apresar el espíritu patrio (un cura, un quinielista o dos cómicos cutres) y violentarlo en ambientaciones posmodernas (la venida del Anticristo, una comunidad hitchockiana, un «western»), pierde toda su fuerza en «Balada triste», probablemente (y esto es aventurar) por la orfandad en el texto de un segundo de a bordo, podría haber sido el habitual guionista de De la Iglesia, Jorge Guerricaecheverría, que rescatase al autor de sí mismo. Obviamente, su excesiva autocomplacencia también afecta a los actores: ni Carlos Areces, un cómico extraordinario empantanado en un protagonista dramático de corto recorrido, ni Carolina Bang, una actriz correcta, se sostienen ante un De la Torre, actor de raza, magnífico, que aquí se zampa cualquier segundo en el que se le intuya (estudien cómo maneja una escena en la que no todo su universo le ríe un chiste).

Que alrededor de sus minutos pululen algunos de los intérpretes esenciales del panorama español (Sancho Gracia, Terele Pávez, Enrique Villén), perdidos entre el desconcierto y el desconocimiento de sus roles, reafirma la obra desaprovechada que es «Balada triste de trompeta». Mediante un suspense mecánico, ya robado de Hitchcock con algarabía en «La comunidad» y resucitado aquí, la película culmina en una innecesaria autorreferencia formal que captura a la perfección la sensación final de observar a un artista que se canibaliza, que desecha búsquedas. Ojalá De la Iglesia, un cineasta del que nos gustaría seguir hablando en el futuro, abandone ese peligroso bucle y se dedique a hablar de los demás, a despertar(nos) a los demás.

2 comentarios:

David dijo...

Estoy ab-so-lu-ta-men-te de acuerdo con todo lo que argumentas en tu crítica. Aún flipo de pensar en los premios que ha recogido y en la respuesta laudatoria (creo que bastante unánime) de la crítica oficial.

Edu Galán dijo...

Mil Gracias, David, sobre todo por lo de "argumentar", que últimamente se hace poco en esto de la crítica.

A mí también me sorprendió esa parte de la crítica (no sé si llamarla oficial), pero bueno... algunos han argumentado su posición y me parece estupendo. No estoy de acuerdo :)

Un abrazo,