martes, 25 de marzo de 2008

SEDA

Director: François Girard
Intérpretes: Michael Pitt, Keira Knightley, Alfred Molina
Web: http://www.silkmovie.com/

Teniendo en cuenta el enorme éxito comercial de “Seda”, la novela de Alessandro Baricco, su transmutación en celuloide era simplemente cuestión de negociar los derechos. Once años después de su publicación, llega a nuestros cines la adaptación cinematográfica de François Girard, reconocido por el gran público gracias a “El violín rojo” (1998). A lo largo del metraje, el director francés sigue fielmente las líneas del escritor italiano cuando cuenta la biografía de Hervé Joncour (Michael Pitt), un mercader decimonónico, llevándole de Occidente a Oriente en la búsqueda de gusanos de seda para la fábrica de su pequeño pueblo. El descubrimiento de Japón, con sus colores y olores, supondrá la ruptura con su pasado.

Si, una vez enterrados los créditos, nos preguntan por una palabra para definir “Seda”, sería gelidez. El problema de esta taxonomía implacable aparece cuando hacemos cuentas y no discernimos de dónde proviene dicha sensación. De factura impecable (su producción y su dirección artística rozan el sobresaliente); de BSO memorable (a los mandos, Ryuichi Sakamoto); de hábil sentido visual (mérito de Girard, una voz en off ajustada)… ¿qué impide a “Seda” poseer la emotividad de, escogiendo una cinta reciente y próxima, “El velo pintado”? Primero, lo más evidente: la pareja principal. Michael Pitt, actor limitado, y Keira Knightley, actriz limitada, jamás logran eliminar la distancia emocional que nos podría acercar a su complicada relación de idas y venidas. Segundo, el “tempo” del relato: a pesar de tratarse de una narración literaria, Girard requeriría más brío (y un uso más racional de las elipsis) en determinados pasajes.

Pero estos detalles no bastan, habría que desenmascarar la esencia de esta frialdad. ¿Cómo conseguirlo? Pues desmontando el motor del relato, es decir, la aventura japonesa; entonces contemplaremos su falta de solidez. Miren algunas piezas: no se acaba de justificar la obsesión de Joncour con el regreso al país oriental; ni se desarrolla efectivamente la relación epistolar con la “madame” asiática; ni entendemos (quizá déficit nuestro) la fascinación desmedida del protagonista por una joven japonesa aséptica y, esto la uniría con el correcto metraje de Girard, gélida.

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