sábado, 20 de marzo de 2010

HERMANOS

Director: Jim Sheridan
Intérpretes: Jake Gylenhaal, Natalie Portman, Tobey Maguire
Web: http://www.brothers-hermanos.es/



Las consecuencias del regreso de la guerra salpican las filmografías de múltiples directores norteamericanos. No podrían haber seguido otro camino: su Estados Unidos ha vivido en un conflicto bélico sucesivo desde el nacimiento del séptimo arte. “El seductor” de Don Siegel (1971), “El regreso” de Hal Ashby (1978), “El cazador” de Michael Cimino (1978), “Nacido el cuatro de Julio” de Oliver Stone (1989), “Jardines de piedra” de Francis Ford Coppola (1987) o la reciente “En el valle de Elah” (2007) de Paul Haggis, documentan la vuelta de los soldados a casa, bien en un ataúd, en una silla de ruedas o atrapados en un síndrome postraumático.

Aunque sea irlandés, la carrera de Jim Sheridan ha virado hacia USA. Su trabajo, asociado a una Inglaterra endogámica (la magnífica “El prado”) y revolucionaria (“En el nombre del padre”), se ha tornado a los vericuetos de la emigración a Norteamérica (“En América”) y al mundo “hip-hop” (“Get rich o die tryin’”). De todos modos, Sheridan u otro, el filme danés “Brodre” poseía muchas papeletas para ser adaptado en Hollywood. El metraje narra el regreso del capitán Sam Cahill (Tobey Maguire), de Afganistán a una vida que no le reconoce. Su mujer (Natalie Portman) y su hermano (Jake Gyllenhaal), dándole por muerto, han continuado su existencia. De factura contenida, la cámara de Sheridan maneja con brutalidad soterrada los contrarios del cainismo: el bueno y el malo, el rebelde y el asimilado, el válido y el inútil,… con el fin de intercambiarlos sin piedad. Como el personaje de Natalie Portman, el espectador asiste incómodo e indefenso a un desdoblamiento esquizofrénico de roles.

Adopta el cineasta la discreción formal (Portman y su papel virginal también lo hacen) y deja a las consecuencias de la guerra que hablen sutilmente. En las escenas estadounidenses de la película, la violencia recorre la mesa de una cena familar, las miradas a una niña que no se está quieta o los reproches de un padre que no sabe qué aconsejar. Una sola vez toma carne la locura del soldado Cahill y Sheridan, en lo más flojo del metraje, la soslaya. Quizá por compasión a sus criaturas (una constante en su filmografía no reconciliable con esta cinta), el director recoloca ambos roles al orden primigenio con un movimiento incoherente, brusco, que desmerece a su original danesa y a sí misma.

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