La última noticia sobre Heath Ledger (1979-2008) contrasta, como siempre, con la primera. En «10 razones para odiarte» (1999), un Shakespeare apelmazado con el «high school» norteamericano, nacía un actor más de la eterna terna de jóvenes «light» con dientes blanquísimos. Sólo necesitó dos petardos de alcance comercial («Destino de caballero» y «El patriota») para quemar ese prejuicio y desembocar en un cine diferente, arriesgado, necesario: «Monster's ball», excepcional película de Marc Forster; la clásica y subvalorada «Las cuatro plumas» y el mediocre thriller «Ned Kelly». Un año más tarde, la divertida aventura posmoderna titulada «Los hermanos Grimm» (2005) combina, por fin, sus intereses: el cine independiente (ahí, Terry Gilliam) y los grandes estudios (ahí, la Warner). Aunque la perfecta mezcla de estos dos elementos (y, con ella, la consagración) llega con «Brokeback Mountain», relectura de Ang Lee de la historia pasional y culpable entre dos vaqueros homosexuales durante los sesenta. «Casanova», otro empalagoso Hallstrom, únicamente sirve de contrario a la premonitoria «Candy» y de precedente a la espléndida «I'm not there» (2007). Pendiente de estreno en España, el actor atrapa a un Bob Dylan, el de «Blood on the tracks», y muestra junto a Charlotte Gainsburough cómo duelen las canciones cuando termina el amor.
En suma, permanecen de Heath Ledger unas cuantas interpretaciones memorables, una película póstuma «The Dark Knight» y la sensación, compartida con otros tantos actores jóvenes (Phoenix, Renfro...), de que jamás escuchó a James Taylor cantar eso de «Nunca abandones / Nunca pares / Nunca te vuelvas un viejo / Nunca mueras joven».
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