Casi al vez que Ingmar Bergman, partía en Roma otro de los grandes referentes del cine de mediados del siglo XX, Michaelangelo Antonioni (Ferrara, Italia, 1912). Uno de los directores más controvertidos de la Historia del Séptimo Arte (ha sido vapuleado y aclamado por la crítica a partes iguales), al cineasta italiano nadie le puede quitar la inmensa influencia que tuvo en un grupo de realizadores aparecidos poco después de los años sesenta. Coppola, DePalma, Wenders, Bogdanovich, Lynch, Schrader & Scorsese, Hopper... todos ellos, en mayor o menor medida, adoptan el libro de estilo del Antonioni y, además, heredan la obsesión por explorar la realidad como si se tratase de un engañoso juego de espejos únicamente evidenciable a través del cine.
La obra del autor italiano puede, esencialmente, resumirse en una doble trilogía, precedida de unos filmes de búsqueda, y culminada con varias películas epitáficas. La primera sería la formada por “La Aventura”, “La Noche” y “El eclipse” (más el apéndice “El desierto rojo”). La segunda estaría compuesta por “Blow Up”, “Zabriskie Point” y “El reportero”. Como hemos dicho, antes de estos siete largos, el realizador debuta con la “noir” “Crónica de un amor” (1950), con Lucía Bosé y Fernando Sarmi. Le sigue “El grito”, un muestrario de pasión y suicidio.
Estos dos filmes marcan el paso hacia su estudio tricéfalo sobre la pareja. En “La aventura” (1960), Antonioni evapora, de pronto, al personaje principal, Anna, como más tarde haría Hitchcock en “Psicosis”. Pero mientras que en la cinta del maestro inglés el fantasma de Marion Crane (Janet Leigh) domina el metraje y pide justicia, aquí Anna es un recuerdo incómodo que debe borrarse completamente. Posteriormente, “La noche”, con unos gélidos Jeanne Moreau y Marcello Mastroianni, no comparte la profundidad de la anterior propuesta de Antonioni, pero, en cambio, se adelanta unos años a “Secretos de un matrimonio” (Bergman, 1973) en su desencantada visión de la clase medio-burguesa. Finalmente, “El eclipse” (1962) nada hacia la desembocadura de una sexualidad torrencial y vacía. Todo termina en el aislamiento dentro de una gran ciudad indiferente, una Roma que podría llamarse Nueva York o París.
“El desierto rojo” sirve de interludio entre los seis largometrajes. Vuelve el cineasta italiano a estudiar la incomunicación en una urbe industrial pero ya enlaza con las preocupaciones estéticas que marcarían el resto de su carrera. El poder con el que utiliza el color empequeñece a la descarnada historia de engaños maritales, filiales y amorosos que asolan a la bellísima Mónica Vitti, musa del cineasta.
En este punto (1965), Antonioni firma un contrato con el productor Carlo Ponti para filmar tres películas en lengua inglesa. La primera, basada en un relato de Cortázar, es “Blow Up” (1966), subtitulada en España como “Deseo de una mañana de verano”. Un filme sobre la percepción, sobre las ilusiones que forman la realidad y la imagen, “Blow Up” marca a fuego el cine de los nuevos directores estadounidenses de los setenta. De la historia de un fotógrafo que duda de su propio conocimiento y de un filme que duda de su condición fílmica, nace el germen para “La conversación” de Coppola, “Targets” de Bogdanovich, “Blow Out” de De Palma, todo David Lynch... A pesar de las enconadas discusiones de sus seguidores y detractores, es indiscutible la influencia del filme en la cultura posterior y su valioso documento de las formas del Londres “mod”.
El fallido “Zabriskie point” (1970), apoyado en una contracultura que se fagocita, sólo merece recuerdo por su estupenda BSO con Pink Floyd, Jerry García o los Rolling Stones. Tras la controvertida pausa del documental “Chung Kuo”, quedaba “El reportero” para finiquitar el trato con Ponti. Con Jack Nicholson y la olvidada María Schneider, Antonioni reitera en España (se rodaron partes en Andalucía y en Barcelona) su obsesión por el doble y la identidad. En “El reportero” (1975), Nicholson suplanta a un muerto para escapar de los vivos y, al igual que en la fábula del mercader de Bagdad, su destino, en forma de “travelling” circular, acaba atrapándole.
Tras veinticinco años de desbordante provocación (1960-75), a Antonioni le mantuvo vivo para el cine la inercia de la autorreferencia. “El misterio de Oberwald”, “Identificación de una mujer”, “Más allá de las nubes”... sirven para testificar contra el realizador en el fin de siglo. Lo mejor de su vejez fue esa última prueba de lo frágil de la realidad: el corto “La mirada de Michaelangelo” (2004). El cineasta, en silla de ruedas desde 1985, camina (gracias al cine) a través de los oscuros pasillos de la basílica de San Pietro in Vincoli en Roma. Se acerca al Moisés de Miguel Ángel y estira la mano hasta donde aparece el mármol. En ese instante, con una estatua viva y un inválido en pie, Antonioni abre por última vez las puertas de la percepción al espectador. A la vez, un parsimonioso fundido a negro le hunde a él, al Moisés y a Miguel Ángel en la más profunda eternidad.
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