Bergman ya tiene la respuesta. Tras alargar la partida de ajedrez con la Muerte hasta los 89 años, el director sueco nos ha dejado atrás para enfrentarse a una de sus obsesiones: el final de la vida. De la parte opuesta, de su infancia martirizada y ultrarreligiosa, sólo le quedaba una vía de escape (como le pasaría años más tarde a Truffaut): el cine. Así, con poca esperanza (tras deambular por la Universidad y el Ejército), el realizador comienza su carrera con una serie de películas iniciáticas que revelan pistas de cómo ve el mundo: la sombría y desencantada «Noche eterna» o la pareja tempestuosa de «Hacia la felicidad» dan pequeñas pinceladas sobre su futuro.
«Un verano con Mónica» es el pistoletazo de salida para Bergman a nivel internacional. El mito, muy acorde con la época, de la mujer «liberada» (y sueca) combinado con sus escenas de nudismo, despierta el inconsciente de públicos, como el norteamericano, nada acostumbrados a las referencias sexuales en pantalla. Poco después, la liviana «Sonrisas de verano» da pie a una de sus cumbres, que escribió casi por terapia. «Digan lo que quieran de "El séptimo sello" -cuenta Bergman-. Mi miedo a la muerte, esta fijación infantil mía, era, en ese momento, abrumadora. Me sentía enganchado a la muerte noche y día, y mi miedo era tremendo. Cuando terminé la película, ese terror se había ido». Inabarcable en sus pretensiones y demoledora en su retrato de la Edad Media, «El séptimo sello» construye el recorrido vital, en tierras de plaga y brujería, de un caballero condenado (Max Von Sydow) por el que Bergman ganó el premio especial del jurado en Cannes. Las posteriores «Fresas salvajes» y «El manantial de la doncella», también muy ligadas a la desaparición definitiva del ser humano, consiguen convertir a Bergman en un icono cinematográfico (pronto sería reivindicado por los jóvenes de «Cahiers du Cinema»).
El psicoanálisis, con todo lo que conlleva, impregna la siguiente etapa en la obra del cineasta: «Como en un espejo», historia de aceptación paterna y esquizofrenia, y «El silencio», incestuosa y revolucionaria, son los antecedentes lógicos de «Persona». Dos mujeres, una enfermera y una actriz que se ha quedado muda, intercambian sus papeles durante una terapia que posee todos los elementos del «corpus» freudiano: transferencia, sublimación, deseos sexuales... Sólo «Gritos y susurros», con la vuelta al tema de la muerte y del doble, sirve de interrupción para la abrupta aparición de las parejas de clase media en su obra con la monumental «Secretos de un matrimonio». Primero, serie de televisión, luego, filme editado, la cinta nos cuenta el discurrir de la convivencia marital-burguesa de una pareja, Marianne y Johan. Pocas películas destrozan la intimidad con tanta fuerza y han sido tan influyentes como ella («Maridos y mujeres» de Woody Allen, un eterno deudor, es la vuelta de tuerca más evidente).
Desoladora y desolada por el ser humano, «El huevo de la serpiente» abre la ancianidad del sueco. Y los años traen sus recuerdos infantiles y sus dos mejores películas, «Fanny y Alexander» y «Las mejores intenciones» (a la que aporta el guión). La primera es una fábula sobre dos niños atrapados (Hansel y Gretel vienen a la memoria) por un malvado cura del que consiguen escapar gracias a la magia. Por otra parte, «Las mejores intenciones», dirigida por Bille August, documenta la niñez del realizador. Cálido, emocionado y emocionante mosaico de una época que, como su vida, ya se estaba escapando, el filme consigue devolver a Bergman a la escena internacional gracias a la «Palma de Oro» en Cannes.
Al maestro sólo le quedaba el epitafio en «Saraband» junto, como no podía ser de otra manera, a los dos protagonistas de «Secretos de un matrimonio». Otoñal, trascendente y nostálgica, la película parte de la necesidad que tiene Marianne por ver a su antiguo marido. Si algo ha dilatado la vida de Bergman, es la necesidad del reencuentro con el cine para desmenuzar qué es eso de existir. En el camino, su influencia en autores como Woody Allen sirve para perpetuar su legado.
Ahora, una vez alcanzado el final de la partida, Bergman ha emigrado y conoce, por fin, las respuestas. Permanecen con nosotros sus preguntas de celuloide.
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