domingo, 10 de mayo de 2009

GENOVA

Director: Michael Winterbottom
Intérpretes: Collin Firth, Catherine Keener, Willa Holland



En “La cabeza de la Medusa: el miedo, el espejo y la muerte” escribe Vicente Dominguez (vicentedominguez.org) con su habitual inteligencia, con su habitual (profunda) liviandad: “la superstición es la expresión de un miedo muy concreto, el miedo a la muerte de un hijo. Escribe Fernando Beltrán (…) que en una ocasión un amigo le dijo: “mi hija es mi miedo””.

En sentido inverso, Michael Winterbottom, un director que hoy debería ser tachado de “clásico” allá donde vaya, ausculta a un padre (Collin Firth, intachable siempre) que utiliza la superstición (un viaje a Genova) para ahuyentar el miedo de una niña; una niña que con su azar inconsciente provocó la muerte de su madre. Sin emplear elementos hitchockianos (jamás muestra dos estímulos), Winterbottom sacrifica el futuro de Marianne (Hope Davis). Sabemos todos (y eso que no nos han condicionado burdamente) que esa mujer, inmersa en un juego de ciegas intenciones, sólo cuece su epílogo. Posee Winterbottom la suficiente templanza, la suficiente “naturalidad” (aquí entrecomillamos en homenaje barato a las armas de la “nouvelle vague”) que nos presenta una muerte vital como un hecho natural, un hecho provocado por la inmadurez de una niña que ciega a su madre con dos brazos que no abarcarían a su propia vida.

Encuentra entonces su padre una solución supersticiosa (viaje a un nuevo mundo paradójicamente antiguo) y se plantea una existencia ficticia en un lugar contradictorio. Sobre esos mimbres tambaleantes, nada es posible. Italia ya no es la de “Vacaciones en Roma”: los italianos ya no quieren como Gregory Peck y su niña mayor ya no aguanta como Audrey Hepburn. Génova, a la vista de padre e hijas, asfixia con sus callejones y sus lloros a medianoche, recicla sus propósitos de lugar inhóspito e incomprensible. Winterbottom arrastra a sus personajes al límite (puestos a ello, una vez más arrastra a su lenguaje cinematográfico) y les suelta en una incertidumbre que provoca fantasmas.

“Génova”, en su corto recorrido (ese puede constituir su solitario déficit), deja a esas niñas solas, deja a ese padre solo, y él las arropa, y ellas le arropan a él de aquella penumbra, de aquel vacío que Fernando Beltrán llama “mi miedo” y que a todos, llame como Fernando lo llame, nos sacude el pecho cuando el azar nos asalta.

No hay comentarios: